Ahí se cierra el círculo de los virtuosos argumentos de Spinoza, que hace de Dios un ser tan perfecto, tan universal, tan necesario, que no podría intervenir nunca en el curso de la naturaleza, y que, de hecho, ya no puede actuar de ninguna manera. Según Spinoza, los milagros sólo son hechos naturales mal entendidos. Las leyes del universo son sinónimo de la voluntad y la inteligencia de Dios, y Dios mismo se convierte en una metáfora de la necesidad, de las leyes naturales.
Es éste un punto crucial. Muchos intérpretes han convertido a Spinoza en panteísta, un hombre que ve la voluntad de Dios, el amor y la Providencia en cada hoja de hierba y en cada gota de rocío, pero se trata de un malentendido de primer orden. Como comprendieron de inmediato sus seguidores y detractores contemporáneos, el Dios de Spinoza no es más que una manera particular de llamar a las leyes que gobiernan el mundo físico, el único mundo que existe. Se podría alabar la perfección absoluta de ese Dios, pero pronto se ve que por ese nombre no se designa a una entidad, a un Creador, a un Padre amoroso o furioso, a un Dios que redime o castiga. Sólo existe la necesidad impersonal en un mundo material; no hay nadie a quien rezar. Lo que hizo Spinoza fue alabar a Dios fuera de la existencia.
Las obras sobrias y detalladamente razonadas en las que el filósofo judío holandés expuso su concepción del mundo llevaban una carga potencial casi infinita para el pensamiento europeo, y se reconocieron sin tardanza como oxígeno para los disidentes y los librepensadores, es decir, como herejía peligrosa. Spinoza había demostrado que la tradición filosófica podía volverse contra sí misma para demostrar lo que durante mucho tiempo había servido para refutar.
Fuente: Gente peligrosa. Philipp Blom. Editorial Anagrama. Barcelona. 2012.