Ahora que nos desplazamos del capitalismo industrial al cultural, la ética del trabajo está dejando su lugar gradualmente a la ética del juego...

Ahora que nos desplazamos del capitalismo industrial al cultural, la ética del trabajo está dejando su lugar gradualmente a la ética del juego. Al crear cultura, la gente juega, libera su imaginación para crear significados compartidos. El juego es la categoría fundamental del comportamiento humano: sin el juego, la civilización no existiría.

Hemos analizado en otro lugar el cambio de metáforas (del trabajo al juego) que se produjo en los negocios y el comercio. La nueva era del capitalismo sitúa al juego en el centro del comercio mundial. La mercantilización de experiencias culturales es, sobre todo, un intento de colonización del juego, en sus múltiples dimensiones, para transformarlo en un objeto comercial. El acceso, por su parte, se convierte en un mecanismo para decidir a quién se permite participar -jugar- y a quién no.

El historiador holandés Johan Huizinga fue uno de los primeros en reconocer la importancia del juego en la constitución de la sociedad. Propuso que, al definir qué significa ser humano, se le concediera al Homo ludens la misma importancia que al Homo sapiens y al Homo faber . Aunque otras criaturas también jueguen, los humanos sobresalimos en las artes del juego.

Huizinga sostiene que toda cultura se origina en el juego. “A través del juego”, afirma Huizinga, “la sociedad expresa su interpretación de la vida y el mundo”. Las principales actividades de la sociedad humana provienen del juego: el lenguaje, el mito, los rituales, el folclor, la filosofía, la danza, la música, el teatro, la ley, e incluso el derecho de guerra. Según Huizinga, “la vida social es un inmenso juego”.

Quienes creen que el trabajo es la categoría fundamental de la actividad humana -y, especialmente, los economistas- quizá palidezcan ante esta concepción del juego. Los antropólogos, en cambio, nos recuerdan que, desde sus mismos orígenes hasta la era industrial, los seres humanos pasaron mucho más tiempo jugando que trabajando. En la Edad Media, por ejemplo, casi la mitad de los días del año cristiano eran vacaciones, días de fiesta, o feriados. Cuando la República francesa decretó el cambio del calendario cristiano por uno laico con muchos menos días festivos, los campesinos se rebelaron, obligando al gobierno a retirar el decreto. El trabajo sólo pudo imponer su primacía con la era industrial, desplazando el juego a una posición secundaria.

El juego se rige por unas reglas y principios muy distintos de los que tradicionalmente rigen el trabajo. Primeramente, con el juego se disfruta, es divertido. Aunque se puede disfrutar con algunos trabajos, la mayoría -el 75% de las tareas en la sociedad industrial, o quizá más- son elementales y repetitivos, y en consecuencia, tediosos y trabajosos. En segundo lugar, el juego es una actividad voluntaria. No se puede obligar o forzar a la gente a jugar: la participación tiene que ser libre y voluntaria. Para algunos afortunados el trabajo quizá sea también una elección -en particular, para ese 20% de la mano de obra mundial cuya formación les permite cambiar de ocupación con mayor libertad-, pero para el resto es una cuestión de mera supervivencia. No tienen más opción que aceptar lo que se les ofrezca. A menudo, las condiciones laborales son, además, opresivas y degradantes.

El verdadero juego es profundamente participativo, y tiene lugar, generalmente, cara a cara. El juego es espontáneo. Aunque haya reglas -algunas explícitas, otras implícitas-, y se juegue en serio, aunque se controle su desarrollo y se oriente a una meta, no suele ser tan rígido como el trabajo en una oficina o en una fábrica. El juego tiende a producir más intimidad que el trabajo: es más corporal y permite que aflore toda nuestra sensibilidad. Suele ser más una diversión compartida que un placer solitario. A diferencia del trabajo, es un fin en sí mismo, y no es un medio instrumental para la consecución de otro fin. Constituye su propia recompensa. Por

 

Fuente: La era del acceso. Jeremy Rifkin. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona. 2000.

 

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