Al cabo de no mucho tiempo, el péndulo osciló en la dirección contraria...

Al cabo de no mucho tiempo, el péndulo osciló en la dirección contraria. Hacia finales del siglo XII, bajo el papa Inocencio III (1198-1216), el papado alcanzó el súmmum de su prestigio y poder, y la Europa cristiana estuvo más cerca que nunca de convertirse en una teocracia unificada sin contradicciones internas. Pero las ambigüedades y contradicciones seguían allí y volvieron a salir a la superficie poco después de la muerte de Inocencio, cuando Federico II, emperador entre 1215 y 1250, reemprendió la lucha contra el papado. Al final, el conflicto acabó por desgastar a ambos bandos.

El desconcierto político que se produjo no afectó a la subida general del nivel de vida que fue característica de esos siglos. El surgimiento de una nueva clase de comerciantes y mercaderes urbanos contribuyó decisivamente a esa nueva prosperidad. Era la clase que Karl Marx iba a denominar la “burguesía”. Como dijo el propio Marx, “la burguesía ha desempeñado en la historia un papel claramente revolucionario”, y en ninguna época fue ese papel revolucionario más evidente que durante los siglos XI y XII, durante los cuales cientos de nuevas ciudades, que se apoderaron a sí mismas comunas, cobraron importancia en Italia, Alemania y Flandes. Exigieron y consiguieron liberarse de sus anteriores señores feudales y gobernarse a sí mismas.

Los innovadores burgueses no sólo crearon nueva riqueza con su comercio e industria, sino que también subvencionaron las invenciones de ingeniosos investigadores dedicados a la alquimia (la antecesora de la moderna química), la conversión de energía, el transporte y la metalurgia. Se generalizó el uso del hierro, incluso en las casas de los pobres. Los molinos de viento y de agua se elevaron por todas partes para convertir el poder de los elementos en energía utilizable. Se desarrolló un nuevo tipo de arnés que permitió usar por primera vez los caballos para tirar de carros y arados. Y en Bohemia, Suecia y Cornualles se desarrollaron nuevas técnicas mineras que permitieron la excavación de los primeros pozos profundos y facilitaron la explotación de depósitos más ricos de hierro, cobre, estaño y plomo.

Y lo que fue más importante todavía, la nueva clase urbana se convirtió en la empleadora y patrona del excedente de mano de obra que producía el crecimiento de población agrícola, mientras que en paralelo los campesinos y granjeros aumentaron su productividad gracias a nuevos descubrimientos. Como resultado, el ingreso de los trabajadores del campo subió al tiempo que las ciudades cada vez generaban más riqueza.

Todos estos cambios suponían una amenaza para el ideal teocrático de la civilización medieval. El capitalismo primitivo era intrínsecamente desestabilizador -el capitalismo siempre ha sido desestabilizador, como tan bien comprendió Marx antes que nadie-. La teocracia feudal, o feudalismo teocrático adolecía de demasiada inestabilidad propia como para sobrevivir mucho tiempo en aquella época cambiante y creativa. Pero eso resulta mucho más sencillo de ver para nosotros que para la gente que vivía en la Edad Media. Su principal preocupación siguió siendo, como desde hacía mucho tiempo, el estudio y la especulación teológicas. Incluso en el nuevo mundo que nacía, las antiguas preguntas –relativas a los conflictos entre fe y razón, a la voluntad de Dios y a la naturaleza de la verdad- conservaban su antiguo atractivo y eclipsaron todo lo demás.

 

Fuente: Breve historia del saber. Charles Van Doren. Editorial Planeta.Barcelona.2009.

 

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