Al menos una cosa es cierta acerca de la identificación de las diversas manifestaciones de lo que podría calificarse como “síndrome de la ira”...

Al menos una cosa es cierta acerca de la identificación de las diversas manifestaciones de lo que podría calificarse como “síndrome de la ira”. Parecen actuar como un mecanismo de intensificación, en el sentido de que los límites dentro de los cuales las personas nos sentimos confinadas parecen diluirse. Un hombre que antaño se habría limitado a tocar el claxon y hacerte un corte de mangas cuando le adelantas puede ahora, con toda probabilidad, salir de su coche hecho una furia y retarte a un duelo de puños en mitad del arcén. Un cigarrillo encendido en una zona de no fumadores puede ser tan incendiario como un cóctel molotov. No es que lleguemos de cero a cien en menos segundos, es que nuestro punto de partida está en cuarenta. Esperaremos que todo funcione tan rápido como nuestros ordenadores aunque sepamos que el mundo es más lento que nunca. El grado de impaciencia que algunos manifiestan mientras esperan a que un buscador de Internet comunique sus resultados o a que se abra una página web –operaciones que hace no mucho tiempo habrían requerido media jornada en la biblioteca local para dar con la misma información sólo que, a priori, con menos probabilidades de éxito- es muy sintomático de nuestra condición actual. Por otro lado, la propia tecnología de la información crea esas expectativas, porque promete respuestas inmediatas que luego no siempre puede ofrecer y nos recuerda que, por muy maravilloso que sea, un descubrimiento de la técnica parece inútil en el instante en que tan sólo nos sirve para que la pantalla se quede en blanco. También puede ser cierto que esperar once meses a que nos hagan una prueba médica en un hospital es mejor que lo que ocurría hace un siglo, cuando tales pruebas ni siquiera se hacía o, si se hacían, sólo estaban a disposición de quienes podían pagarlas, pero saber esto no hace que los once meses de espera nos resulten más llevaderos, especialmente cuando uno es consciente de que, en teoría, a la vista de los recursos y si la administración pusiera mayor voluntad, diez meses podrían convertirse en dos semanas.

En los últimos años, las empresas recurren cada vez más a fingidas encuestas públicas con la esperanza de que convencer a la gente de que rellene encuestas de investigación de mercado evitará que proteste cuando todo vaya mal. A cambio de participar en un sorteo para pasar unos días en las islas Mauricio, regresamos a la edad mental de nuestra época escolar, en la que completar listas, ya fuera de bollos industriales o de miembros del sexo opuesto, nos parecía un modo inteligente de evaluar el mundo. De igual forma, atribuir la causa de nuestra ira a situaciones concretas, como la de ser pasajero de una línea aérea o permanecer en una cola, elude la explicación real del eterno descontrol en el que demasiados de nosotros parecemos vivir: que no podemos admitir la cosificación de la naturaleza humana a la que parecen empujarnos tantas de nuestras experiencias. Aunque de manera torpe y reaccionaria, éste es el mensaje que Network, un mundo implacable intentaba lanzar. El espíritu llora a causa de las cadenas que lo confinan, pero no le ofrecen más que urnas y formularios. “¿Hasta qué extremo le parece que la sociedad brutalmente cosificada en la que habita ha reprimido su potencial humano? (a) No lo ha reprimido; (b) lo ha reprimido un poco; (c) lo ha reprimido moderadamente; (d) lo ha reprimido mucho; (e) lo ha reprimido de forma casi absoluta, inhabilitadora e insoportable.”

 

Fuente: Humanidad. Stuart Walton. Santillana Ediciones Generales. Madrid. 2005.

 

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