Compartir una misma lengua no es, pues, ver el mundo <i> exactamente </i> igual; es disponer de un marco de referencias común...
Compartir una misma lengua no es, pues, ver el mundo
exactamente igual; es disponer de un marco de referencias común. Se trata de referencias que van ligadas a la geografía, al clima, a la historia, a la economía, a la religión y a la vida cotidiana, y que se expresan siempre en el lenguaje. Porque el lenguaje que aprendemos es el pósito de historias, de mitos, de vivencias y de pensamientos. Cada lengua tiene su pósito. La lengua no es un mero instrumento de comunicación neutral y aséptico. Adoptar una lengua es adoptar sus límites y sus posibilidades. De ahí que adoptar una lengua sea dejarse adoptar por ella.
Las lenguas no sólo describen cosas sino que permiten expresar sentimientos, imaginar proyectos, formular conocimientos y descubrir emociones. En cada lengua resuenan siglos de historia. Porque el lenguaje siempre reverbera, cada lengua tiene una reverberación propia, es decir, tiene connotaciones que pueden ser muy diversas, sin que nunca se aprendan todas. Las reverberaciones que se captan de niño o en un clima de afectividad y de descubrimiento del mundo son las que resultan más duraderas: las valoraciones, los juicios, los significados de las cosas y de las acciones -como los sabores, las imágenes o los sonidos- permanecerán unidos durante mucho tiempo -quizás para siempre- con aquellas experiencias iniciales que casi son experiencias iniciáticas.
Compartir un lenguaje es hallarse, sin quererlo, en una red básica de complicidades. Se trata de complicidades compartidas por la comunidad de aprendizaje, complicidades que, además, pueden ser ampliadas y transformadas cuando se deja atrás la simple comunidad de aprendizaje y se participa en una comunidad que estimula el crecimiento vital e intelectual, es decir, en una comunidad de búsqueda.
Fuente: Atrévete a pensar. Josep-Maria Terricabras. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona. 1999.
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