Cuando Hobbes publicó Leviatán, Gran Bretaña no era la única que sufría guerras civiles...

Cuando Hobbes publicó Leviatán, Gran Bretaña no era la única que sufría guerras civiles. “Estos días son días de agitación –advertía en 1643 Jeremiah Whitaker, un predicador británico-, este temblor es universal: el Palatinado, Bohemia, Alemania, Cataluña, Portugal, Irlanda (…).” Sólo hubo un año libre de guerras entre los Estados europeos durante la primera mitad del siglo XVII (1610) y sólo dos en la segunda mitad (1670 y 1682). A lo largo de la brutal guerra de los Treinta Años –un nombre conseguido por derecho propio- la población de habla alemana disminuyó entre el 25 y el 40 por ciento (la cifra difiere entre las zonas urbanas y rurales), o lo ue es lo mismo, entre seis y ocho millones de personas.

Las civilizaciones  más avanzadas estaban todas en Oriente. Pekín era la ciudad más grande del mundo, con más de un millón de habitantes. Nanjing, la segunda, la seguía de cerca. Otras seis ciudades chinas tenían más de 500.000 habitantes y muchas más superaban los 100.000. La India tenía tres ciudades que superaban los 400.000 y nueve con 100.000 o más. Estambul tenía 800.000. Sólo tres ciudades europeas –Londres, Nápoles y París-  tenían 300.000 y otras diez, 100.000. Los visitantes europeos se sentían intimidados por el enorme Imperio otomano y su deslumbrante capital en el Bósforo. Solimán el Magnífico (que reinó desde 1520 a 1566) se valió tan sólo de una pequeña licencia poética cuando añadió “El Señor de Europa” a su cada vez más larga lista de títulos, que también incluía “Soberano de los Soberanos, distribuidor de coronas a los monarcas del planeta, sombra de Dios sobre la Tierra”.  El Imperio otomano formaba parte de un arco de países islámicos que se extendía desde Turquía y el mundo árabe hasta los Balcanes, África, la India, Sudeste de Asia y el noroeste de China, empequeñeciendo la Cristiandad. La China Imperial estaba aún más adelantada. El Imperio del Medio tenía aproximadamente el mismo tamaño que Europa, pero estaba unificado por un vasto sistema de canales que conectaba los grandes ríos con varios núcleos de población. Su gobierno parecía construido de manera similar: un país que era al menos tan diverso geográficamente como Europa, con estepas y selvas tropicales, cultivos de arroz aterrazados y altos picos en el Himalaya, era regido por un solo gobernante: el “hijo de los cielos”. Los mapas del mundo chinos mostraban el Reino del Medio rodeado de estados vasallos y más allá por los bárbaros cuyos países ni tan sólo merecían la dignidad de tener nombres.

“Pensábamos que el conocimiento moraba en nuestra parte del mundo”, escribió Joseph Hall en 1608 después de un viaje a China. “Se ríen de nosotros por ello, y bien que pueden, teniendo en cuenta que ellos, de toda la Tierra, son los hombres con dos ojos; los egipcios, los tuertos, y el resto del mundo, los completamente ciegos.” China funcionaba a una escala mucho mayor que la de Europa. El Barrio Imperial de Pekín tenía una población de 300.000 habitantes, constituida por la familia imperial y sus funcionarios, los eunucos, los guardias, los comerciantes y otros cortesanos. La Armada española, a la que tanto miedo tenía la Sra. Hobbes, no era nada en comparación con las “flotas del tesoro” que el almirante Zheng He había llevado hasta la India, el Cuerno de África, y el estrecho de Ormuz a principios del siglo XV. Los intentos de sistematizar el conocimiento occidental en el siglo XVII, que tanto habían fascinado a Hobbes, palidecían frente al “compendio de conocimiento” puesto en marcha por el emperador Yongle (1360-1424), de la dinastía Ming, que se basó en el talento de más de dos mil académicos que llenaron más de once mil volúmenes, una obra que se mantuvo como la mayor enciclopedia del mundo hasta que Wikipedia la superó en 2007.

 

Fuente: La cuarta revolución. John Micklethwait/Adrian Wooldridge. Galaxia Gutenberg. Barcelona.2015.

 

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