Cuando sucedió nos encontrábamos en unos grandes almacenes de Connecticut. Había una radio conectada...

Cuando sucedió nos encontrábamos en unos grandes almacenes de Connecticut. Había una radio conectada. “Han disparado contra el presidente”, dijo una voz por entre los brillos y destellos de los electrodomésticos. Al principio no pareció que lo hubieran oído los dos o tres clientes que había además de nosotros. A mí me entraron ganas de oír, tal vez por lo absurdo de la idea. Los dos empleados siguieron despachando. Nadie había prestado atención. Durante un minuto fui incapaz de localizar la radio en aquel barullo de batidoras, planchas y transformadores. Yo no dejaba de repetirme: es un error, van a rectificar. Entonces descubrí el aparato. Los demás se volvían poco a poco hacia él. Sabía lo que Inge pensaba: que la historia iba a repetirse.

Como los titulares que anunciaban el bombardeo de Hiroshima, ya no tenía remedio. Un árbol alcanzado por un rayo, miembros segados, vivos aún, que se agitaban inútilmente en el aire, y la pregunta: “¿Por qué?” curvándose sobre la hierba negra, y después el silencio.

Mientras volvía a casa con Inge, me acordé de Roosevelt, que también había fallecido de manera súbita, aunque la conmoción había sido de orden diferente. Roosevelt había dominado mi generación hasta tal punto que nos preguntábamos quién ocuparía su puesto en la política bélica. Los comentaristas radiofónicos que informaban sobre el entierro, cuando éste pasó por Pennsylvania Avenue, se deshicieron en sollozos acongojados como si el muerto fuera su propio padre. La pérdida parecía mucho más íntima. ¿O se trataba sencillamente de que entonces era yo más joven? Kennedy, por otro lado, era contemporáneo mío y su muerte ponía el dedo en la compleja llaga del futuro. Incluso en los años treinta, por mal que fuesen las cosas, se pensaba siempre en el futuro; a decir verdad, en toda mi obra había una confianza tácita en una época redentora por venir, una especie de sensación de que el cosmos se preocupaba por el hombre, aunque sólo fuese para mofarse de él. Con el asesinato de Kennedy, el cosmos había colgado e interrumpido la comunicación.

Una imagen que recordaba del baile con que se celebró su primer día de mandato, al que asistí con Joe y Olie Rauh, era la de Sinatra y su grupo, en una vitrina especial que dominaba la fiesta. Más que responder a la confianza presidencial, parecía haber condescendido con aportar su presencia a la ocasión. Cantante para todo, hizo lo mismo por Ronald Reagan, tan por encima de la política como la realeza, mientras los sucesivos presidentes llegaban y se iban. ¿Significaba ello que el interés norteamericano no era el financiero, como había dicho un ingenuo Calvin Coollidge, sino el que devengaba la industria del espectáculo, la exhibición simbólica, el triunfo definitivo de la metáfora sobre la realidad y el apogeo del intérprete con su atractivo insensato y puro?

Es posible que mi falta de respeto se debiera a que recordaba al Sinatra de fines de los años treinta, al joven delgaducho de pescuezo gallináceo y rodeado de chicas chillonas ante la salida de artistas de la Paramount, tras su primera irrupción clamorosa. También teníamos los dos la misma edad.

 

Fuente: Vueltas al tiempo. Arthur Miller. Tusquets Editores. Barcelona. 1999.

 

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