Durante un siglo, de 1700 a 1808, la nueva dinastía borbónica llevó a cabo una serie de hondas reformas...
Durante un siglo, de 1700 a 1808, la nueva dinastía borbónica llevó a cabo una serie de hondas reformas. Algunas venían impuestas por la liquidación del régimen austracista; otras respondieron al arbitrismo ministerial estimulado por el ejemplo europeo en la época del Despotismo Ilustrado; las más tendieron a resolver acuciantes problemas domésticos suscitados por la recuperación de la vitalidad española, vista en el aumento de población y en el auge de las actividades comerciales y manufactureras. En conjunto, el reformismo borbónico tuvo éxito en cuanto rehizo la potencialidad de España en Europa y América; pero encauzó el Estado por las vías de un rígido racionalismo, contrario al sentido histórico de lo hispano. Por otra parte, sus mismas reformas contribuyeron a suscitar nuevos problemas: el de la burguesía periférica, deseosa de expansionismo mercantil, y el del campesinado interno, ávido de tierras para el cultivo.
Una “nueva planta” echó por la borda del pasado el régimen de privilegios y fueros de la Corona de Aragón; pero, en cambio, se conservaron en el País Vasco y Navarra, adeptos a la causa de Felipe V. (1700-1746), que por tal causa fueron denominados Provincias Exentas. Cataluña quedó convertida en campo de experimentos administrativos unificados: capitán general, audiencia, intendente, corregidores, todo al objeto de que el país pagara el ejército de ocupación encargado de vigilar el cobro del impuesto único o cadastro. La transformación fue tan violenta que durante quince años estuvo al borde de la ruina. Pero luego resultó que el desescombro de privilegios y fueros le benefició insospechadamente, no sólo porque obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir, sino porque les brindó las mismas posibilidades que a Castilla en el seno de la común monarquía. En este período -aunque en realidad provenga de 1680- se difunde el calificativo de laborioso que, durante siglo y medio, fue tópico de ritual al referirse a los catalanes. Y, en efecto, se desarrolló entonces la cuarta gran etapa de colonización agrícola del país, cuyo símbolo fue el viñedo y cuyo resultado, el aguardiente, suscitó un activo comercio internacional, beneficioso para todas las poblaciones de la costa y, singularmente, para la marina catalana, que en pocos decenios renovó ajados laureles. En cuanto a la industria, lo decisivo fue la introducción de las manufacturas algodoneras, financiadas por los capitales sobrantes de la explotación agrícola y el auge mercantil. Estos signos de revolución industrial, estimulados por la presencia de entidades rectoras, como la Junta de Comercio de Cataluña, se difunden por toda la periferia peninsular: Valencia, Málaga, Cádiz, La Coruña, Santander, Bilbao, resurgen vivamente. Hacia 1760 las regiones del litoral superan a las del interior en población, recursos y nivel de vida. El cambio de centro de gravedad económico es un hecho inevitable, y su influencia explica la medida, decretada por Carlos III (1759-1788) en 1778, quebrantando el monopolio andaluz sobre el comercio americano y liberalizándolo entre varios puertos españoles y americanos. En un decenio decuplicaron las exportaciones y una riada de dinero permitió nuevas inversiones industriales y el lujo de una política exterior independiente, basada en una eficaz flota de guerra.
Fuente: Aproximación a la historia de España. Jaime Vicens Vives. Editorial Vicens-Vives. Barcelona. 1966.
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