Efectivamente, no basta que el prisionero sea liberado. La simple liberación no implica el que hagamos un uso efectivo de esa libertad...

Efectivamente, no basta que el prisionero sea liberado. La simple liberación no implica el que hagamos un uso efectivo de esa libertad. Podría ocurrir que la postura más natural sea aquella de los prisioneros encerrados en el fondo de la caverna y felices de la comodidad que supone esa pasividad y ese entretenimiento que, sin ellos molestarse en buscarlo, se les ofrece. Tal vez conozca un libro de Neil Postman, titulado Amusing Ourselves to Death. Al final del prólogo, Postman compara las dos interpretaciones de nuestro inmediato futuro, la de Orwell y la de Huxley, y creo que con razón defiende la tesis de Huxley de que el control sobre nuestras consciencias no será ya el que efectúe el terrible Gran Hermano con el que Orwell nos amenazaba y a quien odiaríamos porque nos domina y aniquila con el terror, sino que lo verdaderamente funesto será el que nos divertiremos, nos gustará incluso esa ruina, esa aniquilación. Porque, por supuesto, el conocimiento, el saber, implica un esfuerzo que, como me recuerda, tal vez vaya contra la naturalidad de estar inmóvil ante las pantallas que los otros nos construyan y ante el digerible, fácil y ruinoso material intelectual con el que, suavemente, se adormila nuestros cerebros. Recuerde el texto del Sofista platónico: “Quedé desfallecido investigando la verdad”. El saber cansa, el pensamiento nos lleva a veces a lugares en donde la teoría y la praxis se engarzan y en donde se nos piden –se nos piden o nos pedimos nosotros- determinados compromisos. Esto iría, pues, contra esa inerte naturaleza que no necesita, para ser naturaleza, en principio el alimento de la inteligencia, sobre todo, de una inteligencia que no se convierta sólo en astucia, en habilidad, en listeza para ayudarnos, para “aprovecharse” de la vida. La otra inteligencia, la de las ideas, la del arte, la de la literatura, en sus momentos más verdaderos, pesa y agobia. Estimula, abre horizontes, produce alegrías; pero, a ratos, lleva también al dolor y a diversas formas de desesperanza.

 

Fuente: Emilio Lledó en "La funesta manía" de Francesc Arroyo. Editorial Crítica. Barcelona. 1993.

 

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