El ansiado fin de semana introducía más que paz de espíritu un gusano que luego iría conociendo como acompañante constante del ser humano: la melancolía...
El ansiado fin de semana introducía más que paz de espíritu un gusano que luego iría conociendo como acompañante constante del ser humano: la melancolía. Para Kant la melancolía tenía algo de noble. Aristóteles la consideró propia de los inteligentes. Y Ortega la veía como el resultado de un esfuerzo sin recompensa. Mi melancolía debía ser más vulgar. Estaba mezclada con la tristeza y no se despegaba del aburrimiento. Ya desde Pitágoras sabemos que los momentos en los que desaparece la regularidad muestran el fin y, así, nos sentimos un poco más cerca de la muerte. Los fines de semana, los fines de mes, los fines de año o los fines de siglo -como el que ahora nos espera- tienen todos la marca de la finitud, del sinsentido que acompaña nuestras acciones cuando las contemplamos acabadas. No es extraño que muchos filósofos, entre los que destacan Schopenhauer o Kierkegaard, hayan insistido en el fin de semana como lugar de nadería y absurdo. En el fin de semana se hace patente el aburrimiento supremo que ataca a los hombres cuando salen del yugo de lo habitual. El honrado padre de familia paseando con su mujer e hijos, saludando a los vecinos y leyendo el diario más tópico es la imagen perfecta de la circularidad, de una moral sin garra, de una vida que se agota en fines de semana. Si Mircea Eliade hablaba del terror a la historia, podríamos, igualmente, hablar del terror al fin de semana. Porque ahí surgen los fantasmas. Porque en ese peldaño de descanso se manifiesta, sin piedad, el conjunto de fracasos, de deseos ocultos, de concesiones totales, de miedos silenciados.
Fuente: Dios y sus máscaras. Javier Sádaba. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 1993.
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