El apresuramiento en la mesa empezó a producirse durante la revolución industrial. En el siglo XIX, mucho antes de que se inventara la hamburguesería que te sirven sin que te apees del coche...
El apresuramiento en la mesa empezó a producirse durante la revolución industrial. En el siglo XIX, mucho antes de que se inventara la hamburguesería que te sirven sin que te apees del coche, un observador resumió la manera estadounidense de comer como “engulle, traga y vete”. En su obra
The Rituals of Dinner” [los rituales de la cena], Margaret Visser observa que las sociedades industrializadas llegaron a valorar la velocidad como “un signo de control y eficiencia” en las comidas formales. A finales de los años veinte, Emily Post, la decana de la etiqueta estadounidense, decretó que una cena de sociedad no debería durar más de dos horas y media, desde la primera vez que suena el timbre hasta que se ha ido el último invitado. Hoy, la mayor parte de las comidas son poco más que paradas para repostar. En vez de sentarnos con la familia o los amigos, a menudo comemos solos, en movimiento o mientras hacemos otra cosa, trabajar, conducir, leer el periódico, navegar por la Red... En la actualidad, casi la mitad de los británicos cenan delante del televisor encendido, y la familia media británica se pasa más tiempo en el coche. Cuando la familia come junta, suele ser en establecimientos de comida rápida, como McDonald’s, donde una comida dura, por término medio, once minutos. Visser reconoce que la comida en comunidad es demasiado lenta para el mundo moderno: “Si se compara con llevar a cabo el capricho repentino de consumir un tazón de sopa calentado en el microondas en menos de cinco minutos, comer con los amigos puede llegar a parecer un hecho formal, de estructura implacable y consumidor de tiempo..., mientras que estar sumido en el propio apresuramiento personal debe de ser libre y preferible”.
La aceleración alrededor de la mesa se refleja en la granja. Fertilizantes químicos y pesticidas, alimentación intensiva, reforzantes digestivos antibióticos, hormonas del crecimiento, reproducción rigurosa, modificación genética: todas las tretas científicas que el hombre conoce se han desplegado para reducir costes, fomentar la producción y hacer que el ganado y las cosechas crezcan con más rapidez. Hace dos siglos, un cerdo tardaba, por término medio, cinco años en llegar a los 600 kilos; hoy alcanza los 100 kilos en sólo seis meses y lo sacrifican antes de que le hayan caído los dientes de leche. Modifican genéticamente el salmón norteamericano para que crezca entre cuatro y seis veces más rápido que la media. El pequeño terrateniente cede el paso a la granja industrial, que produce unos alimentos rápidos, baratos, abundantes y estandarizados.
Fuente: Elogio de la lentitud. Carl Honoré. RBA Libros. Barcelona. 2005
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