El campo de la historia, por su parte, se pobló de corrientes, escuelas e interpretaciones, una fértil onda, con sus aciertos y desaciertos, pero también surgieron los Aduaneros...
El campo de la historia, por su parte, se pobló de corrientes, escuelas e interpretaciones, una fértil onda, con sus aciertos y desaciertos, pero también surgieron los Aduaneros (acerca de los cuales tratamos en un capítulo de este libro), herederos de otros más antiguos, perros guardianes contra la libertad de conocimiento y, en consecuencia, contra la libertad cultural, o, mejor aún: contra la tendencia a esas libertades que, en realidad, siempre hallaron y siguen encontrando aduanas.
Progresivamente se instala –yo hablo de Occidente- un totalitarismo tecnocrático que desde su instancia protésica, o sea mutilada, incide, por encima de los sistemas democráticos a los que considera una simple anécdota... Incide -repito- en los destinos de las relaciones humanas, condicionándolas a sus intereses. Es un fenómeno surgido de avance tecnológico (o protésico) que desde hace unos años ha sido tratado ya por autores interesados en desvelar sus conspiraciones. Por eso, no seguiré ahora en su análisis, aunque sí me interesa abordar algunas de sus repercusiones manifestadas ya con descarada evidencia. Me refiero al abierto desafío lanzado por el totalitarismo protésico contra la cultura en general, y muy especialmente sobre el siempre frágil ámbito de las disciplinas que forman las humanidades. Esta ofensiva es ya una amenaza en los foros de la enseñanza media y, desde luego, universitaria. Se trata de un proceso de cerco contra, decíamos, las humanidades y sobre todo contra aquellas disciplinas en las que más que pensar, “se piensa que se piensa”, y desde las cuales puede ser cuestionado, al menos intelectualmente, el totalitarismo protésico.
La ofensiva más descarnada del totalitarismo protésico se dirige precisamente hacia la filosofía, la madre de todos los conocimientos (seguimos hablando de Occidente). Esta acción mutiladora demuestra que el nuevo totalitarismo sabe dónde tiene que golpear para mutilar el conocimiento y la cultura y destruir la funesta manía de pensar. En los años de la inmediata posguerra, en Estados Unidos, surgió una generación defensora del conocimiento filosófico como factor previo de los otros conocimientos. Científicos sociales como Charles Morris, Charles Wright Mills, Irving L. Horowitz y otros más (en Europa, Georges Gurvitch, por ejemplo) reivindicaron aquello de “no hay un buen conocimiento sociológico si antes no existe un buen conocimiento filosófico” y, lo mismo repitieron para ámbitos como la antropología, la historia del arte o la simple ciencia histórica. Recogían, en cierto modo, unas proféticas palabras de John Dewey: “Los intelectuales sólo son creativos cuando son capaces de agitar alguna parte de un mundo
aparentemente estabilizado... La enfermedad de la cultura norteamericana no será otra cosa que la mutilación de su espíritu de conocimiento”. Esto lo afirmaba un pensador pragmático que simultáneamente era denunciado como “filósofo imperialista” desde las trincheras de la dogmática marxista. Sabemos, sin embargo, que al margen de Lukács, Korsch y algunos pocos más, la intelectualidad marxista conocía muy poca cosa fuera de su dogma.
Fuente: Nudos gordianos. Bernat Muniesa. Editorial Barcanova. Barcelona. 1995.
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