El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a hacerlos libres...
El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a hacerlos libres, y esta libertad a su vez ha extendido el comercio; de ahí se ha formado la grandeza del Estado. Es el comercio quien ha fundamentado poco a poco las fuerzas navales con las que los ingleses son los dueños del mar. Actualmente tienen casi doscientos barcos de guerra. La posteridad conocerá posiblemente con sorpresa que una pequeña isla que no tiene en sí más que un poco de plomo, estaño, tierra de batán y lana basta, se ha convertido a causa de su comercio en lo bastante poderosa como para enviar en 1723 a un mismo tiempo tres flotas a tres puntos del globo, la una frente a Gibraltar, conquistada y mantenida por las armas; la otra a Porto-Bello, para arrebatar al rey de España el disfrute de los tesoros de las Indias, y la tercera al mar Báltico para impedir que se batiesen las tres potencias del Norte.
Cuando Luis XIV hizo temblar a Italia, y sus ejércitos ya dueños de Saboya y del Piamonte estaban dispuestos a conquistar Turín, fue preciso que el príncipe Eugenio fuese desde la otra punta de Alemania en auxilio del duque de Saboya; no había dinero, sin el cual no se toman ni defienden las ciudades; hubo que recurrir a los mercaderes ingleses; en media hora se le prestaron cincuenta millones. Con esto liberó Turín, vendió a los franceses y escribió a los que le habían prestado la suma esta nota: “Señores, recibí vuestro dinero y me halaga el haberlo empleado a vuestra satisfacción.”
Todo esto da un justo orgullo al comerciante inglés y hace que se atreva a compararse, no sin cierta razón, a un ciudadano romano. Incluso el hijo de un par del reino no desprecia en absoluto los negocios. Milord Townshend, ministro de Estado, tiene un hermano que se conforma con ser comerciante en la City. En tiempos en que milord Oxford gobernaba Inglaterra, su hijo era corredor en Alepo, de donde no quiso volver y donde ha muerto.
Esta costumbre, que sin embargo comienza a perderse, parece monstruosa a los alemanes aferrados a sus cuarteles; no pueden concebir que el hijo de un par de Inglaterra sea un rico y poderoso burgués, cuando en Alemania todos son príncipes; se han llegado a ver treinta altezas con el mismo nombre teniendo por todo bien unos blasones y el orgullo.
En Francia es marqués quien quiere; y cualquiera que llegue a París desde el fondo de una provincia con dinero para gastar y un nombre terminado en Ac o Ille, puede decir: “un hombre como yo, un hombre de mi calidad” y despreciar públicamente a un negociante; el negociante oye tan a menudo hablar con desprecio de su profesión que es lo bastante idiota como para enrojecer. Sin embargo no sé quién es más útil a un Estado, si un señor bien empolvado que sabe exactamente a qué hora se levanta el rey, a cuál se acuesta y que se da aires de grandeza desempeñando el papel de esclavo en la antecámara de un ministro o un negociante que enriquece a su país, da órdenes desde su despacho en Surate y en El Cairo y contribuye a la prosperidad del mundo.
Fuente: Cartas inglesas. Voltaire. Ediciones Felmar. Madrid. 1975
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