El contraste entre la ideología británica de la tradición y la ideología francesa de la revolución es, por supuesto, chocante; pero esta dramática diferencia no debería ser malinterpretada. Y malinterpretada es sugerir que el énfasis en la tradición refleja la persistencia en el Estado británico de las rémoras “premodernas”, mientras que la celebración de la Revolución expresa las agudas discontinuidades entre el Estado absolutista y la Francia postrevolucionaria. En cierto modo, lo que es verdad es lo opuesto. La clase dominante inglesa fue capaz de invocar las tradiciones de la monarquía gracias a la distancia que largo tiempo atrás había mantenido el Estado con respecto de sus antecedentes precapitalistas, produciendo así una monarquía no absolutista, que no representaba ningún tipo de peligro real para la clase propietaria y sus formas dominantes de apropiación. La monarquía podía revestirse de un gran valor ideológico puesto que no representaba ningún tipo de amenaza estructural. En Francia, pese a la violenta ruptura de la Revolución y los extendidos efectos que tuvo en la historia mundial, se dieron profundas continuidades estructurales entre el absolutismo y el Estado postrevolucionario, continuidades que el culto a la Revolución ayudó a enmascarar. El parasitismo del burocrático Estado bonapartista podía, de hecho, aumentar su legitimidad, recalcando su ruptura con la predadora monarquía absolutista. En ese sentido, la tradición francesa del republicanismo tal vez no estuvo tan enraizada en el surgimiento de un Estado burocrático “impersonal”, tal y como sugiere Nairn, como, por el contrario, en la persistencia de los viejos principios absolutistas.
Fuente: La pristina cultura del capitalismo. Ellen Meiksins Wood. Traficantes de Sueños. Madrid. 2018.