El fantasma que flota por encima de las cabezas es Charles Darwin, que en el momento de la fotografía llevaba muerto 21 años y tenía la barba más larga de todas...

El fantasma que flota por encima de las cabezas es Charles Darwin, que en el momento de la fotografía llevaba muerto 21 años y tenía la barba más larga de todas. La idea de Darwin es buscar el carácter del hombre en la conducta del simio y demostrar que existen rasgos universales de conducta humana, como sonreír. El sujeto entrado en años que se sienta erguido en el extremo izquierdo es el primo de Darwin, Francis Galton, de 81 años pero en plena forma; las patillas le cuelgan a los lados de la cara como ratones blancos. Galton es el ferviente defensor de la herencia. A su lado se sienta el americano William James, de 61 años, de barba abundante y desaliñada. Es un defensor del instinto y mantiene que los seres humanos poseen más impulsos que otros animales, no menos. A la derecha de Galton hay un botánico, fuera de lugar en un grupo que se interesa por la naturaleza humana, que frunce el ceño tristemente tras su barba desordenada. Es Hugo De Vries, de 55 años, el holandés que descubrió las leyes de la herencia antes de darse cuenta de que hacía treinta años que un monje moravo llamado Gregor Mendel se le había adelantado. Al lado de De Vries está el ruso Ivan Pavlov, 54 años, la barba completamente gris. Es un defensor del empirismo que cree que la clave de la mente humana reside en el reflejo condicionado. A sus pies se sienta John Broadus Watson, el único bien afeitado, que convertirá las ideas de Pavlov en “conductismo” y afirmará ser capaz de alterar la personalidad a voluntad simplemente mediante el entrenamiento. A la derecha de Pavlov se hallan el alemán Emil Kraepelin, rechoncho, con gafas y bigote, y el vienés Sigmund Freud, de cuidada barba, ambos de 47 años y esforzándose los dos en influir sobre generaciones de psiquiatras a fin de alejarles de las explicaciones “biológicas” y acercarles a dos conceptos muy distintos de historia personal. Al lado de Freud se encuentra el pionero de la sociología, el francés Émile Durkheim, de 45 años y barba especialmente tupida, que insiste en que la realidad de los hechos sociales supera la suma de sus partes. A su lado se encuentra su alma gemela a este respecto: un germano-americano (emigró en 1885), el gallardo Franz Boas, de 45 años, bigotes caídos y una cicatriz resultado de un duelo; Boas tiende a insistir cada vez más en que la cultura configura la naturaleza humana y no al contrario. El niño que está delante es el suizo Jean Piaget, barbilampiño, cuyas teorías de imitación y aprendizaje llegarán a madurar a mediados de siglo. El bebé en el cochecito es el austriaco Konrad Lorenz, que en la década de 1930 reavivará el estudio del instinto y describirá el concepto vital de creación de lazos afectivos mientras se deja crecer una bonita perilla blanca.

No voy a afirmar que éstos fueran necesariamente los máximos estudiosos de la naturaleza humana, o que todos fueran igualmente brillantes. Existen muchos, tanto muertos como aún por nacer, que de no ser así merecerían figurar en la fotografía. David Hume y Emmanuel Kant deberían estar ahí, pero hacía mucho tiempo que habían muerto (sólo Darwin logra engañar a la muerte para la ocasión); también deberían estar los teóricos modernos George Williams, William Hamilton y Noam Chomsky, pero todavía no habían nacido. También Jane Goodall, que descubrió la individualidad en los simios. Y tal vez también algunos de los novelistas y dramaturgos más perceptivos.

Pero voy a afirmar algo bastante sorprendente acerca de estos doce hombres. Tenían razón. No siempre, ni siquiera completamente, y no me refiero a que tuvieran razón desde el punto de vista moral. Casi todos se excedieron al proclamar sus propias ideas y criticarse unos a otros. Uno o dos de ellos alumbran, deliberada o fortuitamente, perversiones grotescas de política “científica” que perturbarán su reputación para siempre. Pero tenían razón en el sentido de que todos ellos aportaron una idea original con un germen de verdad en ella; cada uno colocó un ladrillo en el mur

 

Fuente: Qué nos hace humanos. Matt Ridley. Santillana Ediciones Generales. Madrid. 2004.

 

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