El mercado constituye una de las columnas vertebrales del liberalismo económico. Pero no es la única...

El mercado constituye una de las columnas vertebrales del liberalismo económico. Pero no es la única. El capitalismo se fundamenta en la propiedad privada del capital y de los medios de producción.

Comencemos por la propiedad. El pensamiento único ha sacralizado la propiedad privada, incluso por encima de la libertad. La presenta como un atributo sagrado y natural del individuo. La propiedad es, en esencia, el derecho a disfrutar y disponer de algo en exclusiva.

Visto desde una perspectiva tan amplia, es natural que el concepto de propiedad se preste a numerosas confusiones, tal como advirtieron los profesores Alain Bihr y François Chesnais en Le Monde Diplomatique en septiembre de 2003. Por ejemplo: se ponen en el mismo plano los bienes de uso personal (los que gozan las personas solas o en familia) y los bienes necesarios para la producción. Y todavía peor: se sitúa también al mismo nivel la posesión de un bien que proviene del trabajo personal de su propietario y la posesión de un bien que resulta de la apropiación de todo o de una parte de un trabajo social. Así que la posesión por parte de una persona de una vivienda, fruto de su trabajo personal, se asimila a la propiedad privada de las empresas, que proviene de la acumulación de lo producido por el trabajo de decenas o cientos de miles de asalariados durante décadas. Todo está sujeto al mismo proceso de desregulación. Y esto provoca graves conflictos.

Situados en este marco, el capitalismo crea, por su misma esencia, capas sociales (por no llamarlas clases). En primer lugar, entre quienes poseen el capital y quienes no. Es cierto que, en algunos casos, las fronteras se han diluido. Pero el llamado capitalismo popular, basado en que muchos ciudadanos poseen acciones y participaciones, es otra de las grandes fábulas del pensamiento único. Los ciudadanos que han invertido sus ahorros en la bolsa no controlan nada, y son víctimas, a menudo, de la especulación financiera de los poderosos.

La existencia de capas sociales muy poco (por no decir nada) permeables desbarata otro de los grandes mitos del sistema: la promoción de las personas más capacitadas. Es evidente que esa historia también la escriben los vencedores. Porque los caminos están llenos de víctimas más o menos inocentes. Existen casos excepcionales de grandes empresarios salidos de la nada, que han alimentado las leyendas del sistema, pero muchas de las grandes fortunas tienen un origen más que sospechoso (véase el caso reciente de Rusia). Las empresas y, en general, el sistema no suele ser un ejemplo de promoción de la inteligencia. Probablemente hay mucho más nepotismo en la empresa privada que en la pública. Y no nos referimos únicamente a las empresas familiares.

 

Fuente: Teorías del desconcierto. Santiago Ramentol. Ediciones Urano. Barcelona. 2004.

 

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