El número es la manifestación taxativa de la “verdad”. Una verdad que desde la empresa se extiende ya al libro...

El número es la manifestación taxativa de la “verdad”. Una verdad que desde la empresa se extiende ya al libro (lista de best seller ), a la obra de arte (precio en subastas, lista de Barron’s), al cine (cifras de taquilla), a la música (número de copias vendidas), al político (suma y porcentaje en votos o sondeos de aceptación), al científico (número de citas en los famosos índices SSCI y SCI).

Lo cualitativo es benevolente. Salva a cualquiera de sus particularidades, sus vicios o sus desastres, pero el número determina de manera impía. Mediante su enunciación todo queda sometido a un juicio irrevocable.

En la escuela no se comienza a distribuir notas, a clasificar, hasta después de unos años. Antes, los niños son “inconmensurables”, heterogéneos, distintos entre sí, capaces de acciones variadas y no homologables. A cualquiera de ellos se les reconoce, en cuanto niños, un valor absuelto de la medida. Son queridos por lo que son y no por lo que “valen” una vez pesados en la báscula mercantil. Se considera aberrante, pero también cruel juzgar a los niños mediante los números. El número es una sevicia, el ingreso en un campo de barbarie. Los artistas, en la prolongación de su estado de “inocencia mercantil”, se han resistido a ser juzgados por la cifra de ventas de sus libros, por la cotización de sus cuadros o la cifra de taquilla (siempre cuando eran bajas). Igualmente el cuerpo del funcionariado y de los empleados por cuenta ajena ha preservado, tras la mezquindad del Estado-patrón y el patrono, su valía relativa. Los políticos discuten con sofisticadas retóricas las sumas que le asigna el escrutinio (cuando resultan insuficientes o bajas).

El empresario, sin embargo, ha de recibir en crudo, inapelablemente, el valor de lo que es. Con ello acepta las mismas reglas que el atleta. No hay recurso ante el cronómetro, el resultado del marcador, la puntuación en el combate. Al margen de sus formas de ejercer el empresario, tanto el raider tejano, como el zaitbatsu japonés, como la filial alemana de una fundación, como el grupo familiar italiano o el zapatero de Inca debe atenerse al habla de la cuenta.

El empresario carece del consuelo de la crítica institucional (como los literatos, los directores de cine o de orquesta, los payasos) que puede proteger su autoestima a despecho del rendimiento mercantil. No existirá para el gerente, en caso de que el mercado pronuncie una sentencia negativa, la oportunidad para el parloteo o la defensa oblicua del yo, endémica entre los creadores. Como en el caso de los atletas y sus entrenadores, los números cantan sus avances y sus retrocesos.

El empresario adolece de falta de alegatos convincentes para trasladar a los demás el peso del fracaso. No puede invocar la incomprensión, el desplazamiento de época o la ignorancia del público, porque precisamente su cometido es ser “entendido”, “aceptado”, “comprado”. Todo es y significa en último extremo lo mismo: emplazarse adecuadamente en su tiempo y concitar la mayor suma de síes y clientes. Su categoría se patentiza en “efectos” y se determina pulsando una simple y neutral calculadora.

 

Fuente: El éxito y el fracaso. Vicente Verdú. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 1991.

 

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