El oligarca se camufla porque sabe que puede vivir tranquilo. Las revoluciones ya no están de moda y la “financialización” ha penetrado en todos los ámbitos de la cotidianeidad: en el precio de los alimentos, de la vivienda, de las primeras materias, de las hipotecas, de los créditos al consumo, de los préstamos para estudios, de la deuda de las familias, de la deuda pública. Ya no hay valor de uso, todo es valor de cambio, incluso el tiempo, la vida y la muerte.
La economía colonizó a la política y tomó un camino aparte. Se ha pasado de la Economía Política de Adam Smith y los clásicos, a la Economía “stricto sensu” de Samuelson. Ahora las finanzas han colonizado a la economía y también se han liberado de ella. El maestro Polanyi ya lo había anticipado en “La gran transformación” (1944), cuando anunciaba el advenimiento de las finanzas como poder internacional, liberado e independiente.
De este parto ha surgido una nueva clase social, a caballo entre la oligarquía y la plutocracia, que nos observa con cierto desdén. Saben que pueden mover los mercados a través de los activos que controlan, las monedas con las que operan, las carteras que gestionan. Hacen apuestas bajo el lema “el ganador se lo queda todo”.
Viven en las mismas zonas y a veces en los mismos edificios (como el 740 de Park Avenue, en el Upper East Side de Manhattan, donde han residido gente como David Koch, John D. Rockefeller Jr., Stephen A. Schwarzman, John Thain, Howard Marks, Jacqueline Kennedy, Woody Johnson, etc.). Son socios de los mismos clubs y frecuentan los mismos restaurantes. Son ricos, tienen energía, ambición y una fuerte personalidad. Cuentan con una muy buena formación universitaria y se sienten muy próximos a sus “alma mater”. A este respecto dijo una vez Lester Thurow, el reputado economista y ex-decano del MIT, que era más importante el MBA que la nacionalidad.
Viven para crear riqueza, no para consumirla, pero tampoco para distribuirla. Se sienten ciudadanos globales, viajan mucho y ven poco a sus hijos. Pueden permitirse la filantropía. Han ido más lejos y han desarrollado el concepto de “Philantrocapitalism”, que rechaza la idea de dar dinero y desconocer su aplicación, y la sustituye por gestionar la suma que se entrega y hacerlo con criterios de retorno sobre la inversión. Incluso han llegado a la conclusión de que el poder es bueno para la salud, lo que no deja de ser una lectura interesada de los Whitehall Studies, en los que se investigaron los determinantes sociales de la salud cardiológica.
Continúan defendiendo la teoría de la eficiencia de los mercados, de un Estado de mínimos, de que “big is better” (a mayor dimensión, mejores resultados), criterios que la evidencia empírica ha demostrado repetidamente que son falsos.
Creen, en este caso acertadamente, que los problemas de hoy son mundiales y los gobiernos nacionales no pueden resolverlos. Saben que el poder político es contingente y, como tal, tiene fecha de caducidad. Han aprendido que oligarquía y democracia (su sesgado concepto de democracia, que es por desgracia la que predomina) no son excluyentes sino complementarias. Son muy conscientes de que los partidos políticos, cuando los hay, ya no son movimientos de masas sino grupos de interés y que los sindicatos de trabajadores están subsidiados por el Estado.
Fuente: El oligarca camuflado. Alfonso Durán-Pich. Navona Editorial. Barcelona. 2019.