El primer recuerdo va asociado a una canción: <i> Las tardes del Ritz </i>. Se oía muy lejana, como una música de fondo...

El primer recuerdo va asociado a una canción: Las tardes del Ritz . Se oía muy lejana, como una música de fondo, sólo a medias oída, en un pasillo sórdido, en El cochecito , de Ferreri; y me llegaba así, de lejos, rebotada, en fragmentos, porque era una cosa de otro tiempo, pero tan turbadora, melancólica y obsesiva como la lluvia de una tarde de noviembre, aquellas obras maestras instintivas, como los tangos de Discépolo; instintivas y repetitivas, a imagen del ciclo del tiempo, con un movimiento interior de una temperatura estética diferente, pero de una cadencia idéntica a la de las Coplas de Jorge Manrique: lo que fue y ya no es, pero gira aún como un remolino de nieve ante los ojos: ropa, claridades aterciopeladas, dulzura. Las tardes del Ritz , sí, y, también, Noche en el Ritz , como el título que no llegó a tener la tercera novela de Manuel Puig, el título que tenía aún cuando yo la leí, redactada sólo a medias, en borrador, en Barcelona, y entonces vivía ya contigo; había dejado a Manuel Puig, en el hotel Astoria, muy cerca de casa, y me zambullía en la magnetización de este título, que operaba en mí un doble efecto mnemotécnico complementario, evocándome Las tardes del Ritz -como las tardes del viejo cuplé de Álvaro Retana, tardes de thés dansants, de muchachas pazguatas y dulces- y también la fascinación intrínseca del escenario: el Ritz, solo y gigantesco en la noche, luminoso como un plató, solemne y estatuario, un mármol de Bernini. Bien mirado, una masa demasiado imponente para acogernos a los dos, a lo que los dos éramos allá por enero del año 70: dos épaves , dos vestigios, dos cascotes, tú -tan alegre, tan risueña sin embargo- encapsulada en un episodio incongruente de tu vida, cuando ya tanto te daba hacer una cosa como otra, porque, hicieras lo que hicieras, no podría alterar el fondo de la cuestión, y no sé, no sabes aún, por qué aceptaste una cita con aquel muchacho estrambótico, portador eterno de un paraguas; yo, en el fondo del fondo de la espiral depresiva, marioneta de los hipnóticos y los estimulantes, charlatán incansable de mí mismo, antes de ser yo mismo: un corpachón demasiado imponente, el Ritz, una escenografía de estuco y de hierro forjado, con algo de nao y de pajarraco que jadea en la noche (o, más bien, que retiene el aliento), con un chapoteo sordo de maderas y de metales en los corredores: puertas, cerraduras, vitrinas, y el gran pico de la marquesina como agua de plata a oscuras, o como claridad solidificada; y tú, bajo el charol espeso de los coches y el vagabundeo de la luz cálida de los faros en el lugar de las disputas de la tiniebla, tenías algo de pájaro y algo de temblor y de noche húmeda en los labios y en los ojos. Soy incapaz de recordar si llevabas guantes-pero estás siempre asociada a imágenes de guantes negros, esta escenografía silenciosa y aterciopelada que se desplaza contigo y te acompaña con el rumor de una maquinaria nocturna o de un tranvía de teatro.

 

Fuente: El agente provocador. Pere Gimferrer. Ediciones Península. Barcelona. 1998.

 

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