El único reposo que me permitía en aquellos tiempos de atafagos fueron las lentas tardes de los domingos en casa de Álvaro Mutis...
El único reposo que me permitía en aquellos tiempos de atafagos fueron las lentas tardes de los domingos en casa de Álvaro Mutis, que me enseñó a escuchar la música sin prejuicios de clase. Nos tirábamos en la alfombra oyendo con el corazón a los grandes maestros sin especulaciones sabias. Fue el origen de una pasión que había empezado en la salita escondida de la Biblioteca Nacional, y nunca más nos olvidó. Hoy he escuchado tanta música como he podido conseguir, sobre todo la romántica de cámara que tengo como la cumbre de las artes. En México, mientras escribía
Cien años de soledad -entre 1965 y 1966-, sólo tuve dos discos que se gastaron de tanto ser oídos: los
Preludios de Debussy y
Qué noche la de aquel día , de los Beatles. Más tarde, cuando por fin tuve en Barcelona casi tantos como siempre quise, me pareció demasiado convencional la clasificación alfabética, y adopté para mi comodidad privada el orden por instrumentos: el chelo, que es mi favorito, de Vivaldi a Brahms; el violín, desde Corelli hasta Schönberg; el clave y el piano, de Bach a Bartók. Hasta descubrir el milagro de que todo lo que suena es música, incluido los platos y los cubiertos en el lavadero, siempre que cumplan la ilusión de indicarnos por dónde va la vida.
Mi límite era que no podía escribir con música porque le ponía más atención a lo que escuchaba que a lo que escribía, y todavía hoy asisto a muy pocos conciertos, porque siento que en la butaca se establece una especie de intimidad un poco impúdica con vecinos ajenos. Sin embargo, con el tiempo y las posibilidades de tener buena música en casa, aprendí a escribir con un fondo musical acorde con lo que escribo. Los nocturnos de Chopin para los episodios reposados, o los sextetos de Brahms para las tardes felices. En cambio, no volví a escuchar a Mozart durante años, desde que me asaltó la idea perversa de que Mozart no existe, porque cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es Haydn.
Fuente: Vivir para contarla. Gabriel García Márquez. Editorial Random House Mondadori. Barcelona. 2002.
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