En algunos países europeos –España, Italia, Rusia y otros más o menos marginales-, no se ha producido, hasta bien entrado el siglo XX...

En algunos países europeos –España, Italia, Rusia y otros más o menos marginales-, no se ha producido, hasta bien entrado el siglo XX, la separación de la minoría intelectual y de la esfera de la actividad pública característica de la civilización industrial. En lugar de la actual pluralidad de comunidades directivas de la vida histórica de un país, existía una sola entidad -llamémosla la comunidad del poder secular-, y en ella los intelectuales (a veces indistinguibles de los hombres de acción) solían ser la vanguardia natural, definidora u opositora. Por su conexión con el centro de mando las palabras del escritor contenían, por lo tanto, una potencial resonancia política y alcanzaban pronto una dimensión social. Además, en esa aludida zona europea, la carencia de libertad ideológica (religiosa, si se prefiere) compelía necesariamente al intelectual a adoptar una actitud de predicador laico, de reformador espiritual. Es decir, que en una sociedad de economía rural y de estructura interna aun feudal (lo que el mismo Ortega llamaba, aunque erróneamente en otro sentido, la ausencia del siglo XVIII), el hombre de letras no se había transformado todavía, por efecto de la llamada diferenciación profesional, en artista “puro”, en miembro de un nuevo artesanado del espíritu. Que el joven Ortega, a los veinte años, pensara que en su “modesta y callada mesa de trabajo” se estaba elaborando la posibilidad de una nueva España no era, por lo tanto, un gesto de megalomanía adolescente. Ortega había vivido desde su infancia dentro del círculo central de poder (en la acepción antes señalada) y tenía por otra parte el suficiente valor para formular agresivamente las demandas implícitas de la nueva generación. Es verdad que podía haberse limitado a incorporarse al respetable “coro de ocas” del momento (como le decía a Unamuno en una carta juvenil), aprovechando su situación privilegiada. Decidió, en cambio, emprender la ofensiva contra la España victoriana de la Restauración y contra los obstáculos tradicionales, tanto interiores como exteriores, de la actividad intelectual en el mundo hispánico. De ahí que su estilo, cuyas raíces españolas y trans-pirenaicas han de señalarse luego, tuviera tanta efectividad para los hombres de su generación: les parecía un súbito “descubrimiento” (como ha recordado ahora un testigo coetáneo, el doctor Marañón) porque en la tensión combativa de la prosa de Ortega se encontraban a sí mismos y hallaban el medio definidor que reclamaba su hasta entonces informe actitud.

 

Fuente: La voluntad del estilo. Juan Marichal. Editorial Seix Barral. Barcelona. 1957.

 

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