En la época de los sentimientos eternos, de las convicciones graníticas y de las devociones heroicas...

En la época de los sentimientos eternos, de las convicciones graníticas y de las devociones heroicas, el dandi se confiesa, burlón, ajeno a tales congruencias. A pesar de su culto al amor, Stendhal afirmaba haber amado siempre y sólo a Saint-Simon y las espinacas. Pierre Louÿs se permitía incluir en su lista de pasiones únicamente tres cosas: el papel blanco, los libros viejos y la mujer morena. Baudelaire reivindicaba su derecho a contradecirse, que también Mérimée proclamaba: “Jamás he podido resistir al placer de la contradicción”. Wilde sentenciaba: “La única diferencia entre un capricho y una pasión eterna es que el capricho dura un poco más”.

No es necesario, sin embargo, confundir al dandi con un libertino que vuela libando de presa en presa. El dandi será siempre, según Baudelaire, “el hombre genial, universal, que comparte morganáticamente su vida con el ideal absoluto de la voluptuosidad”.

El dandi se mide continuamente ante el espejo: desde Baudelaire, quien defiende la necesidad de vivir y morir frente a un espejo, a Bulwer Lytton, quien tenía siempre un espejo en su buró para inspirarse, o a Cocteau, quien, cenando con Peggy Guggenheim, se quedó irremediablemente distraído por el reflejo de su propia imagen.

Pero sería equivocado dejarse distraer por la aparente frivolidad y la innegable afectación de tal atracción. La superficie reflectante es lo que queda de la conciencia. No es casual que sea un dandi como Camus quien sentencie que a los cincuenta años cada uno tiene la faz que se merece. El espejo del dandi permite seguir manteniendo la diferencia que separa el aquí y ahora, el presente, de cualquier utopía. El escepticismo del dandi no es sino la amarga ciencia de tener fijada en sus ojos la Medusa del mundo y esa otra, a veces menos aterradora, de la muerte.

Al llegar el siglo veinte, el ascenso definitivo de las masas a las candilejas de la historia empuja al dandi hacia la oscuridad. La elegancia -sostiene Cocteau- se hace sinónimo de la invisibilidad. El dandi intenta eludir cualquier taxonomía posible: será inimitable, si bien a los ojos distraídos podrá pasar como un transeúnte más. Como explicaba Barthes, el dandi sólo quiere ser reconocido por un ojo experto… como el suyo.

 

Fuente: Diccionario del dandi. Giuseppe Scaraffia. Machado Grupo de Distribución. Madrid. 2009.

 

« volver