En la vida, se suele entender por estúpido alguien que “es algo débil de cerebro”. Pero, existen también las más variadas aberraciones intelectuales y psíquicas, por las que incluso una inteligencia indemne desde el nacimiento puede verse tan impedida, obstaculizada y confusa, que se vea reducida a una condición en la que el lenguaje tenga a su disposición una vez más sólo la palabra estupidez. Por tanto, dicha palabra incluye dos tipos en el fondo bastante diferentes: una estupidez simple y honesta, y otra que, un poco paradójicamente, es claramente señal de inteligencia también. La primera se debe más que nada a una debilidad de la razón, la otra más bien a una razón que es un poco demasiado débil respecto a otra cosa, y esta última es con mucho la más peligrosa.
La estupidez honrada es un poco dura de mollera y lenta para aprehender. Es pobre de imágenes y palabras, y torpe en la forma de usarlas. Prefiere las cosas banales, porque se le quedan bien fijadas en la mente a través de su frecuente repetición, y, una vez que se le ha quedado grabado algo en la mente, no piensa dejar que se lo quiten fácilmente, o que lo analicen, o ponerse ella misma a reflexionar sobre ello. ¡En el fondo tiene no poco en común con la sana vida de las mejillas rojas! Es cierto que muchas veces es vaga e imprecisa en el pensar, y con frecuencia su pensamiento deja de funcionar completamente frente a nuevas experiencias, pero, como compensación, se atiene preferentemente a lo que se puede aprehender a través de los sentidos, y que puede, por decirlo así, contar con los dedos. En suma, es la querida “estupidez luminosa”, y si no fuese quizá tan ingenua, confusa y, al mismo tiempo, tan impenetrable a toda explicación hasta el punto de hacer enloquecer, sería una aparición por lo menos amable.
Fuente: Sobre la estupidez. Robert Musil. Tusquets Editor. Barcelona. 1974.