En su edición del 15 de junio de 2009, <i> Financial Times </i> nos recordaba que hace un cuarto de siglo...

En su edición del 15 de junio de 2009, Financial Times nos recordaba que hace un cuarto de siglo el entonces presidente de General Electric, Jack Welch, defendió como objetivo último de un ejecutivo hacer máximo el valor de las acciones de la compañía en Bolsa. Ahora lo considera la idea más estúpida. Y a pesar de eso, desde la teoría financiera se defendió como un principio de aceptación general.

El éxito suele tener muchos padres; el fracaso, ninguno. Eso sucede ahora, cuando se intentan indagar las causas de la crisis de los sistemas bancarios internacionales. ¿Cómo empezó todo? Tenemos ya suficientes indicios que revelan que detrás de la caída libre de los bancos de inversiones de Estados Unidos, hasta que quebraron o fueron absorbidos todos, estuvo presente la codicia por alcanzar en un período de tres años un alto valor de las acciones, pues los directivos recibían como incentivo planes de compra a precios atractivos de opciones sobre las propias acciones del banco. Fueron las célebres stock options . Luego se dio un paso más audaz. Los incentivos se basarían no sólo en el valor en Bolsa de las acciones, sino que se tomarían propuestas más atractivas. Para muchas compañías el plan se basaba en prometer un porcentaje sobre los ingresos, lo que resultaba en remuneraciones muy por encima de lo que habría sido algo más lógico, como relacionar los mejores esfuerzos en el aumento de los beneficios por acción.

La codicia por las ganancias rápidas, crecientes y sin justificación condujo a lo que muchos años antes había definido Keynes. Para él, la Bolsa podía llegar a convertirse en un casino, y la sociedad de entonces, una Casino Society o sociedad del juego especulativo. Como en otras características del capitalismo, también en eso acertó, porque a lo largo del quinquenio 2002-2007 Estados Unidos se convirtió para algunos –los que pasaron por alto los valores éticos- en un inmenso casino. Lo que importaba, por encima de todo, era hacer máximo el valor de las acciones. No se tenía en cuenta la eficacia de los planes ni la solidaridad con todos los que contribuían a hacerlos efectivos: sólo contaba que antes del cierre de cada trimestre los analistas comprobaran que los resultados de un período tan corto eran superados, y con ello parecía que las acciones tendrían revalorizaciones progresivas. Fueron los años en que los vendedores de hipotecas cobraban por anticipado todo lo que vendían no se sabe a quién y con datos incompletos. Se llegó a definir un nuevo tipo de hipoteca: la de “préstamo con pocos datos”; sólo importaban los incentivos, y nadie medía los riesgos de las operaciones.

En Bolsa se sabía muy bien que nada puede crecer indefinidamente, porque si las acciones de una compañía crecen en valor un 3% mensual, un título de un dólar valdrá al cabo de cinco años 163 dólares. No importaba: se trataba de cosechar en pocos meses las ganancias que el negocio no podía dar. Luego vino lo que pareció el invento del siglo: originar y distribuir . Las ganancias se multiplicaron empaquetando en títulos todo lo que tenía riesgo y vendiéndolo como algo valioso en Europa, en Asia y en América Latina. Los resultados todavía se manifiestan en niveles de paro y pobreza crecientes.

Todo eso nos conduce a replantear qué tipo de modelo económico va a mantenerse vigente en los próximos años, una vez superada la crisis. Avanzamos, por consiguiente, como si estuviéramos navegando sin brújula y posiblemente sin radar. Tenemos un navío que ha dado prueba de la capacidad de sortear las rutas más arriesgadas, como no había ocurrido en los últimos ochenta años, y no obstante no existe un capitán único sino varios marinos avezados, como si fueran capitanes de apoyo, que no son otros que los gobernadores de los bancos centrales de los grandes países, el presidente del Banco Mundial, el del Banco Internacional de Pagos (desde 2009, un español, Jaime Caruana) y el director general del FMI.

Pero las instituciones gemelas que nacieron de la Segunda Guerra Mundial (el Banco Mundial y el FMI) lo hicieron bajo otras circunstancias y con objetivos más modestos. Ahora han tenido que reinventar un papel para el que no fueron diseñadas y encontrar su espacio en esas aguas desconocidas. No es desde luego una tarea fácil.

 

Fuente: El día después de la crisis. Robert Tornabell. Editorial Planeta. Barcelona. 2010.

 

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