En un país en donde hace pocos años gran parte de su población estaba convencida de encontrarse a las puertas de superar en renta por habitante a Italia y alcanzar a Francia, y en donde, con una rapidez inaudita, la caída de la actividad, el cierre de empresas y el desempleo alcanza cotas espectaculares, es inevitable que las predicciones sobre el fin del empleo reciban una atención considerable. En especial cuando al mismo tiempo los salarios descienden, los contratos precarios se expanden y las redes de protección social resultan insuficientes para hacer frente a la pérdida de ingresos de una proporción tan elevada de la población. La tentación para considerar de validez universal una situación particular es inevitable.
No puede extrañar, por tanto, la atención a las informaciones respecto a los estudios en donde se predice la pérdida de millones de puestos de trabajo, sea a causa de las nuevas tecnologías en general, la digitalización o la pretendida Cuarta Revolución Industrial acuñada por el Foro de Davos 2016 vinculada a la inteligencia artificial, la nanotecnología, la genética, la impresión en 3D y la biotecnología. Es una de las estimaciones más extremas, un estudio del Banco Mundial llega a calcular en dos de cada tres los empleos que serán eliminados por la robotización en los países en vías de desarrollo. Pocas veces se destaca en estos informes los supuestos bajo los que se efectúan los cálculos o el plazo estimado para que estas previsiones se cumplan, ni menos todavía en cuántos se estiman los creados en nuevas ocupaciones como resultado del mismo proceso.
Es obvio que la difusión de tecnologías ahorradoras de trabajo elimina empleo. Bajo el supuesto del todo lo demás igual, el caeteris paribus , tan frecuente entre los economistas, la irrupción del tsunami de innovaciones y los cambios en la distribución de la actividad económica entre las diferentes regiones del planeta, implican menos puestos de trabajo. Pero, como es igual de evidente, esta es solo una de las caras de la moneda. En la realidad todo lo demás no permanece igual: mientras unos empleos desaparecen, otros nuevos se crean por la distribución de las ganancias de la mayor productividad que aumenta la demanda de nuevos bienes y servicios. Y más cuando ello se produce acompañado de una revolución tecnológica como la actual.
Como se indicaba en la introducción, es lo sucedido desde 1780 cuando tomó impulso la Revolución Industrial en Inglaterra, con la primera gran sustitución de máquinas por trabajo, con la máquina de vapor como símbolo. Ni entonces se redujeron los empleos, ni tampoco lo hicieron a finales del siglo XIX, cuando el teléfono y el telégrafo, la electrificación, las cadenas de montaje y los motores de combustión, modificaron de nuevo las formas de producir y comunicarse. Por el contrario, aumentaron aunque, como hemos visto, los salarios no lo hicieran hasta mucho después. Eso sí, en actividades desconocidas hasta entonces y modificando la geografía de la economía mundial como la Primera Revolución Industrial modificó la del Reino Unido. No es diferente ahora: el empleo total en el mundo ha aumentado, pero, de nuevo, eliminándose unos y creándose otros, y alterándose al mismo tiempo su localización espacial en el mundo. Hoy España está en el lado de los perdedores.
Fuente: Cuatro vientos en contra. Jordi Palafox. Ediciones de Pasado y Presente. Barcelona. 2017.