Entrar hoy en los servicios de un hotel moderno o de un restaurante elegante es adentrarse en un entorno minuciosamente diseñado de acuerdo con una estética de la asepsia para la cual...
Entrar hoy en los servicios de un hotel moderno o de un restaurante elegante es adentrarse en un entorno minuciosamente diseñado de acuerdo con una estética de la asepsia para la cual cualquier sugerencia a las funciones corporales ha quedado reducida a la mínima expresión. Un caleidoscopio de luces de colores aparece detrás del urinario de cristal de un local del centro de Londres mientras el agua se desliza suavemente sobre el panel. Activa la cisterna una célula fotoeléctrica sobre la que hay que pasar la sombra de la mano. De ese modo, se evita la vulgaridad de tirar o presionar. Suena la música, hay revistas a granel sobre una mesa por si alguien opta por demorarse un rato, y la dirección ha puesto a un joven con una chaqueta de un blanco inmaculado cuya única tarea consiste en cepillarles el abrigo o la americana a los clientes mientras se secan las manos y ofrecerles una bandeja impoluta con un surtido de perfumes con los que acicalarse antes de que ellos deslicen con la mayor discreción una propina en el plato. Ni asomo de una vulgar necesidad física, una transacción comercial voluntaria es lo que ha tenido lugar. Por lo que parece, en tales circunstancias conseguimos alejarnos cuanto podemos de la realidad de la excreción sin llegar a abolirla.
En realidad, esta afectada pedantería es preferible a tener las calles salpicadas de mierda y a la fiebre tifoidea, pese a que también está llena de ambigüedad cognitiva. Al sublimar hasta ese extremo nuestro instintivo asco hacia nuestras propias funciones corporales -y todavía más hacia las de los demás-, ratificamos el desastroso cisma que nos quedó grabado al rojo cuando comenzamos a creer que nuestras naturalezas mental y espiritual eran superiores a nuestro ser físico.
Fuente: Humanidad. Stuart Walton. Santillana Ediciones Generales. Madrid. 2005.
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