Entreabramos, pues, el contenedor de la inteligencia y dejemos salir a los allí encerrados...

Entreabramos, pues, el contenedor de la inteligencia y dejemos salir a los allí encerrados. En primer lugar aparecen: el razonable, acompañado de su hermano pequeño, el comprensivo, y seguido del lúcido, el sensato y el eminente (y el preeminente y el prominente). Debe quedar claro que no se trata en absoluto de sinónimos. También en la larga procesión que sigue puede haber similitudes, pero difícilmente encontraremos gemelos univitelinos. Y es que si el uno es perspicaz, el de más allá es sabio. Siguen saliendo a escena: el de pensamiento elevado, el de pensamiento profundo y el de pensamiento agudo; el superdotado y el clarividente; el de mente brillante, el de mente despierta y el de mente privilegiada. Tampoco puede faltar el rápido de reflejos. Sería fatídico confundir el juicioso con el pragmático, o el dotado con el genial.

Con cierta timidez asoma la cabeza el que sólo llega a espabilado, listo o avispado.

No todo aquel que se aloja en nuestro contenedor goza del respeto incondicional de sus congéneres. El sutil y el puntilloso suscitan una admiración con reservas. Por lo que respecta al sabihondo y al sentencioso, al ingenioso y al sagaz, son tratados con desdeñosa ironía. El que se presenta como astuto, calculador, pillo, hábil o socarrón es observado con recelo. En este terreno, la competencia es especialmente feroz, y no siempre es fácil diferenciar el que simplemente tiene mucha mili, el que no se chupa el dedo, el que ha conseguido llegar a pícaro, listillo, malicioso o vivo y el que además se puede considerar despierto, ladino, taimado o un lince. Sea como sea, cuando se trata de un niño prodigio, un gigante de la ciencia, un monstruo del saber o una lumbrera, el juicio es inequívocamente sarcástico.

Naturalmente, este registro de los ocupantes del contenedor no puede aspirar en absoluto a ser exhaustivo. Aun así, pone de manifiesto la frivolidad del que se conforma con un concepto-comodín para todo lo que ocurre bajo nuestra sesera. Y la contraprueba se revela todavía más fecunda.

 

Fuente: En el laberinto de la inteligencia. Hans Magnus Enzensberger. Editorial Anagrama. Barcelona. 2009.

 

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