Este superman no quiere perder el tren biológico. Recurrirá a toda clase de maquillajes, asimilará todos los anticuerpos posibles...
Este superman no quiere perder el tren biológico. Recurrirá a toda clase de maquillajes, asimilará todos los anticuerpos posibles, para que ninguna epidemia le sorprenda. Resulta curioso su comportamiento ante la música de consumo, cómo fuerza su sentimentalidad para no verse desbordado por los acontecimientos. Y es que la revolución iniciada por el rock no se ha detenido.
El rock estaba identificado con los rebeldes sin causa, con James Dean y el propio Elvis Presley y todas las mitificaciones seriadas de los personajes de Kerouac o Nelson Algreen. La revolución melódica de la juventud ha tenido en todo el mundo un falso sabor de revolución mantenida por el presupuesto de un papá liberal, con su camisa blanca, su traje gris, su prestigio de eficaz ejecutivo. El pase a primer término del escenario de la juventud marginada que venía de la noche del “niño, eso no se dice”, creó todas las formas de pederastia con que los adultos vienen huyendo del túnel del tiempo. Ser joven se convierte de repente en una necesaria moda, en un frenético chupar el trozo de colilla que les queda. No estar con los jóvenes es envejecer y estar con los jóvenes quiere decir replantear todas las convenciones vitales, aunque sea dos horas al día. Es como la buena obra diaria del escultismo, pero dirigida hacia uno mismo.
Si el dinero adulto creó el mercado de la sentimentalidad juvenil, también creó el mercado de la sentimentalidad nocturna juvenil del adulto. El hombre treintañero, acuarentado, necesita la complicidad de la noche para aplazar la norma hasta el día siguiente. Entonces se va furtivamente a las catacumbas del soul, a dejarse abofetear por el electrosonido, a dejarse romper la propia figura por la muerte plana de las iluminaciones sincopadas. Sale a la pista con los músculos de la responsabilidad entumecidos. Suele salir a la pista con los brazos encorvados, a base de fingir soltura, con los hombres puntiagudos, a base de disimular un cuerpo adulto, y entonces se agita como el espantapájaros del tiempo y, al rato, el olvido de sí mismo es el mejor síntoma de que existe como un ser agitado por una música que le abastece de libertad, de una libertad de las junturas de los huesos y la piel, de una libertad esclavizada al cordón umbilical del sonido. Es entonces cuando sobre la irreal irrealidad de los adultos exiliados al
underground, un chorro de luz delimita la presencia de la “go-go girl”. Son muchachas filiformes, de pierna larga, ojos enguantados por las coloraciones. Tienen un pequeño universo geométrico bajo los pies. Mientras bailan, miran una y otra vez el borde del universo, el borde de su pódium. Ponen los pies con ligereza, pero con cuidado; tantean el aire próximo con la punta de un pie, con un cadera, con el brazo ligeramente contenido. A veces envían a investigar a la propia melena. Pero la melena vuelve, como vuelve el pie, el brazo; no, no es posible caer de este universo que fascina sus ojos enguantados por las coloraciones. Y, además, ¿a dónde ir? ¿Qué lugar hay en el mundo del que ya no se quiera regresar? ¿Qué ciudad nos promete con sus luces la libertad y la respuesta? El pódium es seguro. Desde la estatura enana se distinguen claramente sus horizontes, y no hay que caer. Porque si la go-go girl cae del pódium, se detendrá el movimiento epiléptico colectivo, las luces normalizarán la realidad, el electrosonido girará roto en una vergonzante retirada y los rostros, al mirarse, descubrirán la huella del día siguiente, lleno de agendas, dietarios; lleno de las mismas palabras, de las mismas traiciones; lleno de derrotas, convertidas en victorias gracias al soliloquio.
Fuente: Crónica sentimental de España. Manuel Vázquez Montalbán. Editorial Lumen . Barcelona. 1971.
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