Existe un envejecimiento biológico y existe un envejecimiento social.(Frank Schirrmacher)

Existe un envejecimiento biológico y existe un envejecimiento social.  En el momento en que la naturaleza empieza a golpear (a partir de los cuarenta años),  la sociedad también golpea. No puede ir más rápida; se mete a la fuerza en el currículo y saca a las personas de la pista. Traducido al mundo animal: les arrebata su estatus dentro del grupo para poder echarlas con mayor facilidad.

Como los animales  en la estepa, tras perder su prestigio los viejos son sometidos a una caza general hasta el agotamiento. Esto ocurre mediante estereotipos sobre la vejez, alusiones y ataques desde todos los flancos. La ofensiva tiene como objetivo la conciencia individual. La naturaleza de esta caza hace que la persona pronto se confunda con la caricatura que circula sobre ella. A los cuarenta y muchos empieza a notar que el prestigio en el ámbito profesional disminuye; una vez cumplidos los cincuenta se convence de no poder esperar el momento de jubilarse.

Mientras que para la propia imagen de la juventud existen innumerables patrones (no sólo en la publicidad, sino también en el cine, la literatura o la historia), llega un momento a partir del cual la persona que envejece no los encuentra ya. Es un extraño vacío sobre su propio ser que rara vez se atreve a llenar. En general, la ropa que visten los mayores, aunque diez años antes se atrevieran con la moda más osada, parece tener como objetivo integrarse en una discreta masa, para evitar ser vistos por los depredadores.

La década que transcurre entre los cincuenta y los sesenta años de edad es un período en el que, a semejanza  de lo que ocurre entre los veinte y los treinta, la vida y la experiencia se derrochan  de una manera inconcebible. Se puede observar, por ejemplo en los hombres que ocupan cargos directivos, cuánta energía invierten en defenderse sin tregua del peligro que presienten. Se defienden contra la sospecha que pende sobre sus cabezas: una sutil acusación que nunca se expresa en voz alta, que sugiere que la persona es ya demasiado débil, demasiado lenta, demasiado despistada para su trabajo.

Pero son los grupos que no han alcanzado la cima los que reciben de lleno el golpe de los estereotipos discriminatorios sobre la vejez. La imputación de que una persona con sesenta, sesenta y cinco, setenta o setenta y cinco años ya no está en condiciones  de desempeñar con éxito tareas intelectuales o físicas en su vida profesional diaria, es uno de los racismos más rastreros de esta sociedad.

Para el afectado, el percibir que es expulsado de la sociedad sólo a causa de su edad, es una verdadera conmoción. Es algo que nos amenaza a todos: en algún momento, durante la noche, nuestro “yo” será cambiado por otro. Este nuevo ser tendrá la fisonomía de un monstruo desmemoriado, enfermo, débil, egoísta, sin imaginación, aburrido, feo, cansado, vago, decrépito, inflexible y malo: así son los estereotipos que circulan desde hace años sobre las personas mayores. Estos prejuicios desembocan en un círculo vicioso que nunca se detiene y que afecta primero a la autoestima, a los propios actos y a los complejos de inferioridad; se trata de un mecanismo oculto que se dispara en el momento en que el animal de la estepa, acosado casi hasta la muerte, acaba por caer en la trampa.

 

Fuente: El complot de Matusalén. Frank Schirrmacher. Santillana Ediciones Generales. Madrid.2004.

 

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