Existen muchos niveles de ideas legitimadoras –desde la estructura del lenguaje corriente (que tiene nombre para las instituciones existentes pero puede no tener palabras para las alternativas posibles) pasando por proverbios...

Existen muchos niveles de ideas legitimadoras –desde la estructura del lenguaje corriente (que tiene nombre para las instituciones existentes pero puede no tener palabras para las alternativas posibles) pasando por proverbios, máximas y tópicos de sabiduría popular, hasta elaboradas teorías y sistemas conceptuales fundamentados en todo lo que la gente piense que es conocimiento válido del mundo (sea en términos religiosos, filosóficos o científicos). Existe, no obstante, una distinción que debemos desarrollar brevemente aquí, porque es importante para la presente cuestión. Se trata de la distinción entre las legitimaciones que sostienen a una institución (o a un orden institucional) en la vida corriente de todos los días, y las legitimaciones que exigen un alto grado de dedicación y sacrificio por parte de los que creen en ellas. Es la distinción entre las legitimaciones ordinarias y las que Georges Sorel llamaba “mitos”. En la forma en que Sorel emplea este término, no implica, necesariamente, que el segundo tipo de legitimación esté basado en algún error o ilusión (como en el sentido convencional de la palabra “mito”).

Un observador extraño (un analista científico, por ejemplo) puede pensar esto o no; pero, hablando sociológicamente, lo que piense no tiene ninguna importancia. Lo que tiene importancia es que las ideas e imágenes que constituyen el “mito” las crea, en situaciones empíricas, la gente, y que estas ideas e imágenes inspiran a la gente actos de abnegación y sacrificio -y, en el caso extremo, hasta el sacrificio de la vida misma.

La razón por la que esta distinción es importante en el presente contexto es muy sencilla: como disposición institucional, el capitalismo ha estado singularmente falto de mitos plausibles; en cambio, el socialismo, su principal alternativa bajo las condiciones modernas, ha estado especialmente dotado de capacidad para generar mitos. Ninguna teoría del capitalismo (y, por igual motivo, ninguna teoría del socialismo) puede ignorar esta desigualdad mitológica, para llamarla así, entre estos dos modernos sistemas de organización socio-económica.

La falta de mitos que padece el capitalismo está bien expresada en un chiste originario del distrito de comercio de ropas de Nueva York. El negocio de confección del que son propietarios Abie y Nat va a la quiebra. Los dos socios echan a suertes cuál de ellos se tiene que suicidar para que el otro cobre el seguro y pueda mantener el negocio en marcha. Nat pierde, y después de despedirse con lágrimas en los ojos de todo el mundo, sube hasta el último piso en el ascensor y salta. Según va cayendo, va mirando por las ventanas de los otros negocios existentes en el edificio, competidores todos ellos. Abie está asomado a su ventana viendo cómo cae su socio. Y, al pasar, Nat grita con excitación: “¡Abie, olvídate del terciopelo!”

Explicar un chiste equivale a destruirlo. Pero, como éste es un libro de teoría social y no de humor, podemos arriesgarnos a dar una explicación: la gracia estriba, precisamente, en el absurdo de cometer un suicidio con objeto de salvar un negocio de confecciones. Y, por extensión, cualquier tipo de negocio, así como la totalidad de la actividad económica que llamamos “capitalismo”, no son motivo válido para un heroico autosacrificio. Y, el consejo comercial de dejar de trabajar el terciopelo no son, plausiblemente, las últimas palabras de un ser humano en la tierra. Por el contrario, cualquiera de las conmovedoras frases utilizadas para propagar la visión socialista, serviría perfectamente para esa ocasión.

 

Fuente: La revolución capitalista. Peter I. Berger. Edicions 62. Barcelona. 1989.

 

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