Hace varias décadas, los bancos que concedían préstamos hipotecarios se basaban en el modelo “originar para mantener”...
Hace varias décadas, los bancos que concedían préstamos hipotecarios se basaban en el modelo “originar para mantener”. El futuro propietario solicitaba una hipoteca y el banco le prestaba el dinero, se quedaba de brazos cruzados y recibía los pagos del capital principal y los intereses. El banco que originaba la hipoteca la mantenía; se trataba estrictamente de una transacción entre el propietario y el banco.
La innovación financiera cambió la situación. En la década de los setenta, la Government National Mortgage Association (más conocida como Ginnie Mae) estableció los primeros valores con respaldo hipotecario. Es decir, agrupaba hipotecas que había creado y, a continuación, emitía bonos basados en ese grupo. En consecuencia, en vez de esperar treinta años a recuperar los fondos de una hipoteca, Ginnie Mae podía recibir un pago único por adelantado de mano de los compradores del bono. A su vez, los inversores que adquirían esos nuevos bonos recibirían una determinada parte de los ingresos procedentes de los miles de propietarios que iban pagando sus hipotecas.
Ese sistema fue revolucionario. Gracias a lo que se bautizó rápidamente como titulización, los activos ilíquidos como las hipotecas podían ahora agruparse y transformarse en activos líquidos con los que se podía negociar en el mercado abierto. Esos nuevos instrumentos tenían un nombre: valores con respaldo hipotecario. Con el tiempo, otros organismos gubernamentales como Freddie Mac y Fannie Mae entraron en el negocio de la titulización. También lo hicieron los bancos de inversión, las corredurías e incluso los constructores inmobiliarios, los cuales reunieron cada vez más préstamos hipotecarios en nuevos grupos que eran cada vez más rentables. Los inversores de todo el mundo se los quitaban de las manos. Al fin y al cabo, según la creencia popular, el precio de la vivienda no bajaría nunca.
Los bancos de inversión solían dirigir la creación de grupos de valores con respaldo hipotecario. En colaboración con quienquiera que hubiera originado la agrupación de hipotecas (ya fuera un banco, un prestamista que no era un banco o una entidad auspiciada por el gobierno), el banco de inversiones ayudaría a establecer un “vehículo de inversión estructurada” (SPV por sus siglas en inglés). Seguidamente, el SPV emitiría bonos, o valores con respaldo hipotecario, y se los vendería a los inversores. En teoría, mediante ese sistema todo el mundo obtenía lo que quería. El propietario conseguía un préstamo, y el intermediario y el tasador hipotecarios se ganaban una comisión. El prestamista hipotecario obtenía un diminuto beneficio sin tener que esperar treinta años. El banco de inversiones ganaba una comisión plana por su ayuda incluso aunque descargara el riesgo de la hipoteca en otro. Y finalmente, aunque no por ello menos importante, los inversores que compraban los valores esperaban ansiosos recibir un flujo continuo de ingresos a medida que los propietarios devolvían sus préstamos.
Aunque los valores con respaldo hipotecario cobraron cada vez más popularidad en la década de los ochenta, no fue hasta los noventa cuando empezaron a tener éxito. En un giro irónico inesperado, la crisis de las entidades de ahorro y préstamo (S&L) consolidó la popularidad de la titulización. En esa debacle quebraron más de 1.600 entidades, y todo porque habían creado un grupo de préstamos malos para bienes inmuebles comerciales y residenciales que habían conservado en sus libros (en forma de transacciones de tipo “originar para mantener”). Eso no habría ocurrido si los préstamos se hubieran titulizado (o al menos ésa fue la conclusión a la que llegaron muchos banqueros a raíz del hundimiento de estas entidades de ahorro y préstamo). La nueva doctrina era muy simple: era mucho mejor liquidar los préstamos y embolsarse un beneficio diminuto por adelantado que retener los préstamos y arriesgarse a que empeorasen más adelante. Distribuir los préstamos a los más capacitados para cargar con el riesgo (fondos de pensiones, aseguradoras y otros inversores institucionales) podía reducir el riesgo de que se produjera una crisis bancaria sistémica. La filosofía de “originar para distribuir” sustituyó a la de “originar para mantener”.
Fuente: Cómo salimos de ésta. Nouriel Roubini/Stephen Mihm. Ediciones Destino. Barcelona. 2010.
« volver