Hacia 1960 quise ir “allí donde suceden las cosas”; me jactaba de asumir la condición humana en sus obras vivas...

Hacia 1960 quise ir “allí donde suceden las cosas”; me jactaba de asumir la condición humana en sus obras vivas, soñaba con carearme con su núcleo más duro. Cualquiera que sean las apariencias doctrinales o las vacilaciones de localización -Tercer mundo o Europa, Revolución o Reforma- fuimos unos cuantos millones los que prestamos el juramento de Napoleón: “La tragedia hoy, es la política”. Me pregunto si la fórmula no ha envejecido aún peor que el adolescente ultrapolitizado que yo era en aquellos años partisanos . La famosa palabra se ha desinflado; ahí está toda arrugada, buena para el diccionario o los temas de bachillerato. No es que no haya ya tragedia, ni ya no sea legítimo prodigarse. Es verdad que la especie humana es más que nunca una partida en marcha (y en vías de aceleración); que nada es menos arriesgado en nuestra naturaleza que hoy; que aún le está más permitido que antes a un individuo instruido y liberado, por simple curiosidad, sentido de las responsabilidades o instinto de conservación, tomar parte en la empresa sapiens sapiens , sector “investigación y desarrollo”. El joven ambiciosos que quiere entrar en el juego, hoy, con la idea de modificar por poco que sea el reparto de cartas, está claro que le interesa volverse hacia la genética, las ciencias cognitivas o la neurobiología. “Las cosas suceden” del lado big science y tecnologías punta, no del lado de los proyectos de sociedad o de los programas de gobierno, cuya sola evocación hace sonreír desde ahora a cualquier occidental medianamente informado. Lo que seguimos llamando, por costumbre, la responsabilidad política ocupa el espacio residual de un entredós incómodo, cada vez más laminado, entre dos tipos de condicionamientos: psicoculturales por un lado, tecnoindustriales por otro, ambos insuficientemente expuestos en nuestra tradición cultural y escolar. La evolución de las mentalidades colectivas, en el subsuelo, y la de las prótesis técnicas, a la vista de todos (y tanto más invisibles cuanto más evidentes) aparecen como los dos parámetros decisivos de la aventura incierta. ¿Pero no ha sido siempre así? Dejemos aquí de lado, si es posible, las placas geológicas de las religiones, de deriva lenta, como la de los continentes, y cuya temporalidad no está a nuestra escala. Quedémonos en la superficie, del lado de los acontecimientos. Omitido, pues, lo fundamental, quiero decir; en cuanto a los nombres propios, de los Confucio, Jesús, Buda, Lao Tse y Mahoma que trabajan subterráneamente el alma colectiva. ¿Qué habría pensado Napoleón a la vista de la máquina de vapor? ¿Carlomagno, a la vista del reloj mecánico? ¿Ricardo Corazón de León, a la vista de la brújula y del codaste? ¿No hizo Edison infinitamente más por el ensanchamiento de las posibilidades humanas, o los hermanos Lumière, que Washington y Lenin? ¿No son el automóvil primero, el sonido, la imagen a domicilio, disco y televisión, esos aceleradores de individualismo, quienes han echado a perder el proyecto de civilización socialista? Nuestro verdadero Prometeo, hoy más que ayer, es Dédalo, el patrono de los pequeños artesanos entre los griegos. El “fabricante de chismes” contribuye más a la hominización de lo contemporáneo que el hacedor de sistemas, y las verdaderas decisiones de futuro se toman en los laboratorios y los talleres de investigación. ¿Qué sería de la revolución feminista sin la lavadora y los anticonceptivos? ¿Qué sobreviviría de la “aldea global” y de las solidaridades humanitarias sin la electrónica y la informática? ¿Qué hay más determinante para nuestro futuro a corto y medio plazo que la explosión demográfica que ha hecho pasar en un siglo la esperanza media de vida de cuarenta y cinco a setenta y cinco años, y el planeta de mil a cuatro mil millones de ocupantes? Ese salto hacia delante no fue ni programado ni puesto en marcha, y a menudo ni siquiera percibido por los altaneros de las cumbres, que no tienen el gusto de saber lo que sucede a

 

Fuente: Alabados sean nuestros señores. Régis Debray. Taller de Mario Muchnik. Madrid. 1999.

 

« volver