Hay 92 elementos que aparecen de forma natural en la Tierra, más unos 20 suplementarios que han sido creados en el laboratorio...
Hay 92 elementos que aparecen de forma natural en la Tierra, más unos 20 suplementarios que han sido creados en el laboratorio; pero podemos dejar algunos de estos a un lado, tal como suelen hacer, en realidad, los químicos. Hay bastantes sustancias químicas terrenas muy poco conocidas. El astato, por ejemplo, apenas se ha estudiado. Tiene un nombre y un lugar en la Tabla Periódica (en la puerta contigua del polonio de Marie Curie), pero casi nada más. No se trata de indiferencia científica, sino de rareza. No hay sencillamente mucho astato por ahí. El elemento más esquivo parece ser, sin embargo, el francio, que es tan raro que se cree que en todo nuestro planeta puede haber, en cualquier momento dado, menos de 20 átomos de él. Sólo unos 30 de los elementos que aparecen de forma natural están ampliamente extendidos por la Tierra y apenas media docena son fundamentales para la vida.
El oxígeno es, como cabría esperar, el elemento más abundante, constituyendo algo menos del cincuenta por ciento de la corteza terrestre, pero tras eso, la abundancia relativa suele ser sorprendente. ¿Quién pensaría, por ejemplo, que el silicio es el segundo elemento más común de la Tierra, o que el titanio es el décimo? La abundancia tiene poco que ver con la familiaridad o la utilidad que tenga para nosotros. Muchos de los elementos más oscuros son en realidad más comunes que los más conocidos. En la Tierra hay más cerio que cobre, más neodimio y lantano que cobalto o nitrógeno. El estaño consigue a duras penas figurar entre los primeros 50, eclipsado por relativos desconocidos como el praseodimio, el samario, el gadolimio y el disprosio.
La abundancia tiene también poco que ver con la facilidad para la detección. El aluminio ocupa el cuarto lugar entre los elementos más comunes de la Tierra, constituyendo casi la décima parte de todo lo que hay bajo tus pies, pero su existencia no llegó ni a sospecharse hasta que lo descubrió Humphrey Davy en el siglo XIX, y fue considerado después raro y precioso durante mucho tiempo. El Congreso estadounidense estuvo a punto de colocar un forro relumbrante de aluminio sobre el monumento a Washington para demostrar en que próspera y distinguida nación nos habíamos convertido. Y la familia imperial francesa prescindió en la misma época de la cubertería de plata oficial y la sustituyó por una de aluminio. El aluminio estaba en la vanguardia de la moda, aunque los cuchillos de aluminio no cortasen.
La abundancia tampoco está relacionada con la importancia. El carbono ocupa el decimoquinto lugar entre los elementos más comunes y constituye el modestísimo 0,048% de la corteza terrestre; pero sin él estaríamos perdidos. Lo que sitúa al átomo de carbono en una posición especial es que es desvergonzadamente promiscuo. Se trata del juerguista del mundo atómico, que se une a muchos otros átomos (incluidos los propios) y mantiene una unión firme, formando hileras de conga moleculares de desbordante robustez..., precisamente el truco necesario para construir proteínas y ADN. Como ha escrito Paul Davies: “Si no fuese por el carbono, la vida tal como la conocemos sería imposible. Puede que cualquier tipo de vida”. Sin embargo, el carbono no es, ni mucho menos, tan abundante ni siquiera en nosotros, que dependemos vitalmente de él. De cada 200 átomos de nuestro organismo, 126 son de hidrógeno, 51 de oxígeno y sólo 19 de carbono. Hay otros elementos decisivos no para crear la vida sino para mantenerla. Necesitamos hierro para fabricar hemoglobina, sin la cual moriríamos. El cobalto es necesario para la formación de vitamina B. El potasio y una pizca de sodio son literalmente buenos para los nervios. El molibdeno, el manganeso y el vanadio ayudan a mantener las enzimas ronroneando. El zinc (bendito sea) oxida el alcohol.
Fuente: Una breve historia de casi todo. Bill Bryson. RBA Libros. Barcelona. 2004.
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