Hay otra forma en la que los partidarios de la regulación inadvertidamente se rinden al grupo de la codicia...

Hay otra forma en la que los partidarios de la regulación inadvertidamente se rinden al grupo de la codicia. El grupo prorregulación ha aducido muchas veces una justificación chistosa para su receta: no había crisis financieras (a menudo no se explicita: en Estados Unidos) desde mediados de los cuarenta hasta mediados de los ochenta; por tanto, sólo hay que restablecer los marcadores de esa época dorada. Al suscribir esta idea, la izquierda acepta inconscientemente el concepto clave de la derecha populista y la ortodoxia neoclásica, de que “nada es sustancialmente diferente entre entonces y ahora”. Los mercados son entidades atemporales con leyes atemporales, insisten. En efecto, ésta es la premisa idéntica de algunos de los libros más populares sobre la crisis de los últimos años, desde Esta vez es distinto, de Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart a En deuda. Una historia alternativa de la economía, de David Graeber. Sin embargo, es ahí precisamente donde la divergencia polémica debería originarse en la izquierda. Las cosas son profundamente diferentes respecto a la economía, la sociedad y en la arena política global que durante la guerra fría: algunas innovaciones neoliberales recientes han prestado a la actual crisis su especial sabor amargo; comprender con precisión cómo y dónde son diferentes es un primer paso necesario para desarrollar un proyecto para un mundo mejor. Los neoliberales se despojaron de su nostalgia de la época dorada hace mucho tiempo; ya es hora de que sus opositores de la izquierda hagan lo propio. Hay un ejemplo muy básico de cómo los partidarios de la regulación han contribuido a traicionar a la izquierda, una dinámica letal que se ha desarrollado durante las tres décadas previas. Cuando estalló la crisis financiera, primero en los países periféricos y después de manera creciente en las ciudades, los economistas tecnocráticos en alianza con los neoliberales afirmaban que podían contenerla y “sanearla” sustituyendo la deuda soberana y las garantías de los países ricos que cubrieran la eventual insolvencia de actores privados; por lo tanto, cuando se abatió la gran crisis en 2007-2008, las respuestas retornaron al escenario estándar. El mantra siempre había sido dejar que el Gobierno en cuestión “rescatara” a los sectores que se derrumban fortaleciendo sus balances, mediante la instrumentalidad de asumir aún más deuda en sus propias cuentas; y después cuando supuestamente lo peor ya hubiera pasado, dedicar los esfuerzos posteriores a abordar los defectos estructurales, quizá con una mayor regulación. Tanto Milton Friedman como John Maynard Keynes buscaron indistintamente un signo para esta práctica. No obstante, en el capítulo 6 expondré que había algo nuevo y siniestro en la forma de llevar adelante el “rescate”, a fin de evitar cualquier retorno a estructuras antiguas. La respuesta “sensata” no fue más que un juego de triles, en el que gran parte de la mecánica del rescate quedó en manos de intereses privados, y donde una ingente deuda soberana se iba acumulando al tiempo que el carácter de apoyo de la autoridad fiscal estatal se debilitaba; la insolvencia del sector privado había infectado la solvencia del Estado. En otras palabras, las recurrentes crisis bancarias pusieron de manifiesto la incapacidad básica del Estado Keynesiano para inmovilizar y rectificar las crisis macroeconómicas endémicas, dejando la “regulación” en un vago recuerdo. En efecto, en 2012 la gente había olvidado que, en realidad, ésta era básicamente una crisis del capitalismo, y sólo de forma derivada una crisis fiscal del Estado. La deuda soberana era tan inestable como la deuda bancaria privada. Esta dinámica se podía evitar porque era totalmente predecible.

 

Fuente: Nunca dejes que una crisis te gane la partida. Philip Mirowski. Ediciones Deusto.Barcelona.2014.

 

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