Hay que hacerse una buena composición para no ceder completamente al sentimiento de escándalo...
Hay que hacerse una buena composición para no ceder completamente al sentimiento de escándalo. Con viento a favor, arrogantes sin límites y muy ricos, los hombres de las finanzas, que comulgan con la ideología del mérito individual con la convicción necesaria para justificar sus ganancias extravagantes, no han hecho otra cosa que apresurarse a pedir la ayuda del poder público cuando la cosa se ha puesto fea, y ellos, los convencidos de la iniciativa privada, a quienes nunca les faltan palabras duras para fustigar la esencia intrínsicamente estalinista del Estado, se precipitan a sus ventanillas para implorar su protección –y la reposición de sus pérdidas-. La teoría económica, capaz, en ocasiones, de deliciosos eufemismos, llama delicadamente “riesgo moral” a la propensión de un agente a sobreexponerse, cuando se sabe bajo la protección de un asegurador, a riesgos que no tomaría, al menos en las mismas proporciones, si debiera responder con sus propios medios. Es posible hablar de “riesgo moral” cuando el contrato de seguro es explícito y recíprocamente acordado. Pero la situación en la que una de las (futuras) partes está, forzosamente obligada, a adoptar el papel de asegurador es de otro cariz. Sólo hay ventajas en llamar a las cosas por sus nombres, es decir, en calificar de
toma de rehenes esta situación de “asegurador forzado” que las finanzas obligan a asumir al sector público, forzándolo a acudir en su ayuda, bajo la amenaza de consecuencias insoportables si no obedece. Esto ocurre así porque las estructuras del capitalismo quieren que las finanzas ocupen un lugar muy particular, en el que sus contrariedades locales están llamadas a producir efectos globales. En otros términos, cuando se hunden, las finanzas nunca están solas: arrastran todo a continuación. Debería ser una razón suficiente para imponerles severas contenciones –en lugar de haberles concedido todas las licencias posibles-. A despecho de esta elemental prudencia, el riesgo sistémico irradia desde el punto neurálgico donde operan las finanzas, cuyas crisis, imposibles de acotar, repercuten necesariamente sobre el conjunto de la economía. Hay algo de insoportable en esta asimetría, según la cual las finanzas tienen los medios para ligar su suerte a la del resto de los agentes, pero sólo para lo peor: transmiten generosamente los daños de la quiebra, pero conservan cuidadosamente, y sólo para ellas, los beneficios de las burbujas. No hay por qué extrañarse de que esta combinación de codicia –totalmente desaforada, justificada por la ideología individualista, con irresponsabilidad manifiesta, ávida de protección cuando aparece el riesgo, acaparadora de beneficios y repartidora de riesgos, que injuria al Estado pero corre a refugiarse en él-, no haya constituido una mezcla política altamente explosiva, principalmente cuando se piensa en los precios que las crisis financieras han hecho pagar a la economía real, bajo la forma de eventuales contribuciones fiscales, pero sobre todo con ausencia de crecimiento y exceso de paro.
Fuente: El porqué de las crisis financieras y cómo evitarlas. Frédéric Lordon. Los libros de la Catarata. Madrid. 2009.
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