Hay que identificar un último factor que no podía faltar: la lengua...
Hay que identificar un último factor que no podía faltar: la lengua. La percepción más común en el nacionalismo español presupone que existe una lengua de primera, que es
obligado conocer, y varias lenguas de segunda, que, en el mejor de los casos, se
tiene el derecho a conocer. Esa percepción, que entroniza, claro, al castellano, casa mal con lo estipulado en el artículo 139.1 de la Constitución en vigor, que señala que “todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”. Al calor del Estado autonómico se ha revelado con frecuencia, por lo demás, una seudodefensa del bilingüismo asentada en una regla maestra: permitimos que las gentes sean bilingües allí donde no queda más remedio, pero nos mostramos orgullosamente monolingües en el resto del territorio. El catalán, el euskera y el gallego, que no son lenguas
propias, no existen en virtud de ningún hecho
natural, sino de resultas de la condición agresiva y artificial de las gentes que las hablan. Sus hablantes, o al menos los que han alcanzado cotas de poder, obsesionados con arrinconar al castellano, han acabado por perfilar con sus políticas genuinos
mártires. De la mano, en fin, de la negación de la historia pasada, y del ocultamiento de lo que ocurrió en muy diversos momentos con las lenguas vernáculas, se concluye que los peores españoles son aquellos que no abrazan con alegría la
lengua común, sobre la base de la intuición de que a una nación corresponde por necesidad una sola lengua. A menudo esta esencialista argumentación se hace valer adobada de prosaicos pragmatismos, como el que recuerda las posibilidades económicas y laborales que abre el castellano y el ensimismamiento al que conducirían, en cambio, el catalán, el euskera y el gallego.
Fuente: En defensa de la consulta soberanista en Cataluña. Carlos Taibo. Los Libros de la Catarata.Madrid.2014.
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