Julio César, el romano más famoso de la historia, resultó ser el político popular más hábil de Roma...
Julio César, el romano más famoso de la historia, resultó ser el político popular más hábil de Roma. Durante más de veinte años siguió esta línea, aunque por su cuna y por sus maneras era un verdadero patricio, descendiente de la nobleza más antigua de la historia de Roma. La familia se jactaba de tener entre sus antepasados al padre fundador de la patria, Eneas, y, detrás de él, a la propia diosa Venus. Las “tradiciones” de los senadores corrientes hacían de ellos unos advenedizos desde la dilatada perspectiva de un aristócrata de tan rancio abolengo. Su figura contrasta con el tradicionalismo asumido de Cicerón, el hombre al que acababan de hacer un sitio entre los mejores.
Como buen patricio, César tenía un orgulloso sentido de su elevado valor o
dignitas, pero, primero como cónsul y luego diez años después como dictador, impuso por medio de detalladas leyes de corte popular lo que los senadores “tradicionales” se habían resistido a aceptar y aún seguían rechazando. Dichas leyes tenían que ver con asuntos que iban desde las restricciones impuestas a la concusión de los gobernadores provinciales y los límites al uso de la violencia en la vida pública, a la concesión de parcelas a decenas de miles de colonos, no todos los cuales eran veteranos del ejército. Detrás de aquellas leyes había valores, un sentido de la justicia que hacían de ellas algo más que meras apuestas personales con vistas a la consecución de la supremacía. Aun así, César, el “político del pueblo”, acabó limitando el derecho de libre asociación de los pobres urbanos en sus organizaciones y colegios. Podían convertirse en una amenaza para su supremacía, especialmente durante su ausencia de la ciudad. Hasta los años de su dictadura, se apoyó sagazmente en los tribunos de la plebe, los magistrados populares, para que propusieran sus leyes en las asambleas del pueblo y vetaran las mociones que fueran en contra de sus intereses. Sin embargo, acabó destituyendo a individuos que desempeñaban el tribunado sólo porque sus acciones no eran de su agrado. Al final, nombraría a los magistrados de Roma él mismo.
Astutamente, César empezó por fomentar el “gobierno transparente”. En 59, siendo cónsul, hizo que las actas del senado se hicieran públicas y fueran accesibles por primera vez: Adriano, casi doscientos años después, sería nombrado
curator de las “actas” publicadas del senado. Los senadores como Cicerón que hablaban con desprecio del pueblo en la Curia calificándolo de “rebaño” o “hez”, y que luego lo elogiaban en sus asambleas, no recibirían precisamente con los brazos abiertos las nuevas publicaciones. El propio César hablaba con claridad y contundencia, dictaba cartas con profusión (a veces incluso mientras cabalgaba) y fue el primer noble romano que hizo una verdadera aportación a la literatura latina. Pues, como general destinado fuera de Italia, envió a Roma una serie de “comentarios” escritos con gran lucidez durante su prolongado destino como general en la Galia. “Evita las palabras insólitas”, solía decir, “como el marinero huye de los escollos”. Sus obras en prosa suelen ser claras en su estructura y en su forma, pero son también muy económicas por lo que respecta a la verdad. Fueron escritas para que el público en general de Roma, de Italia, y quizá incluso del sur de la Galia, leyera sus proezas. Probablemente fueron publicadas año tras año, pero terminan en 52, mucho antes de su regreso a Roma. La publicación de estos ejercicios de “tergiversación de la noticia” tuvo en su momento una notable relevancia para su carrera política. Esos astutos “comentarios” presentaban a un César romano que era más que un igual de Pompeyo, el gran conquistador. Mientras que Pompeyo era glorificado por los historiadores y oradores griegos que lo rodeaban. César se glorificaba a sí mismo en un latín claro. Escritos en tercera persona, los comentarios utilizan la palabra “César” 775 veces.
Fuente: El mundo clásico. Robin Lane Fox. Editorial Crítica. Barcelona. 2008.
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