La ciencia es ante todo un modo de “ver” el mundo. Es decir, una forma de interpretar...
La ciencia es ante todo un modo de “ver” el mundo. Es decir, una forma de interpretar el comportamiento y dinámica de los procesos naturales a través del conocimiento de sus mecanismos. A diferencia de otras explicaciones del mundo natural, la ciencia utiliza una metodología específica, basada en la observación contrastable y la verificación experimental (Jacob, 1977). Pero es imposible que este ejercicio de “ver” no esté mediatizado por las preconcepciones del científico (observador), quien ineludiblemente se enfrenta a lo desconocido en términos de unas expectativas derivadas tanto de una experiencia personal como de una visión colectiva, al ser producto intelectual de un entorno socio cultural. Aunque en un siglo donde la filosofía de la ciencia tiene a Whitehead o a Popper entre sus máximos exponentes sea ya casi innecesario justificar la subjetividad inherente de la ciencia, esta faceta adquiere una especial relevancia cuando el objeto de estudio es un ente con un alto grado de abstracción pero, al mismo tiempo, cercano al individuo y a sus prejuicios ideológicos. El ejemplo por excelencia de este fenómeno es el estudio del cerebro y sus funciones, especialmente la inteligencia. Otro ejemplo lo encontramos cuando el científico se adentra en el estudio de facetas como la sexualidad, o las diferencias raciales, que tocan prejuicios tan establecidos que a menudo ni el mismo sujeto es consciente de estar influido por ellos. La idea de “progreso” forma parte de una visión de la vida cuya larga tradición en la historia de las ideas que definen la cultura occidental denota sus profundas raíces en la mente humana (Lovejoy, 1936). Por ello, el análisis del concepto de progreso en la evolución está dificultado por posturas antropocéntricas y connotaciones ideológicas alejadas de la objetividad que se le supone a la ciencia (Nitecki, 1988). Por razones que trascienden este artículo, la naturaleza humana parece mostrarse impelida a buscar explicaciones causales a los procesos vitales. “Las cosas ocurren por una razón” o “se lo habrá buscado” son frases hechas que denotan esta necesidad de creer en un mundo de claras relaciones causa-efecto. Por ello es difícil aceptar una evolución sin propósito explícito. Pero la noción de “progreso”, íntimamente asociada a la filosofía religiosa, ofrece no solamente un mundo gobernado por leyes universales a las que atenerse, sino que la naturaleza de estas leyes es provocar un proceso caracterizado por el avance y la mejora en la calidad de la existencia. Esta irracional esperanza de vivir en un mundo gobernado por leyes universales y, supuestamente, garantes de un futuro mejor, pretende encontrar su justificación en la interpretación “progresista” de las transformaciones registradas en los estratos fósiles y en los patrones de diversidad biológica que constituyen la base de datos de la evolución biológica. Al menos ésta es la postura de los críticos más radicales de la noción de “progreso evolutivo”, como el filósofo Hull, uno de los ponentes en este volumen.
Fuente: El progreso (Pere Alberch). Tusquets Editores. Barcelona. 1998.
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