La ciencia es un diálogo con la naturaleza. Diálogo cuyas peripecias han sido previsibles. ¿Quién habría imaginado a principios de siglo la existencia de partículas inestables...

La ciencia es un diálogo con la naturaleza. Diálogo cuyas peripecias han sido previsibles. ¿Quién habría imaginado a principios de siglo la existencia de partículas inestables, de un universo en expansión, de fenómenos asociados con la autoorganización y las estructuras disipativas? ¿Y cómo es posible este diálogo? Un mundo simétrico con respecto al tiempo sería un mundo incognoscible. Toda medición, previa a la generación de conocimiento, presupone la posibilidad de ser afectado por el mundo, y los afectados podemos ser nosotros o nuestros instrumentos. Pero el conocimiento no sólo presupone un vínculo entre el que conoce y lo conocido; exige que este vínculo cree una diferencia entre pasado y futuro. La realidad del devenir es la condición sine qua non de nuestro diálogo con la naturaleza.
Uno de los grandes proyectos del pensamiento occidental ha sido entender la naturaleza. No debe confundirse con la idea de controlar la naturaleza. Ciego sería el amo que creyera entender a sus esclavos porque obedecen sus órdenes. Por supuesto, cuando nos dirigimos a la naturaleza sabemos que no se trata de entenderla de la misma manera que entendemos a un animal o a un ser humano. Pero también se aplica la convicción de Nabokov: “Aquello que puede ser controlado jamás es totalmente real, lo que es real jamás puede ser rigurosamente controlado”. En cuanto al ideal clásico de la ciencia, el de un mundo sin tiempo, sin memoria y sin historia, evoca las pesadillas descritas en las novelas de Huxley, Orwell o Kundera.

 

Fuente: El fin de las certidumbres. Ilya Prigogine.

 

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