La clave del truco es la revelación de que nada en la vida debe ser tomado en serio. El pirronismo ni siquiera se toma a sí mismo en serio. El escepticismo dogmático o normal y corriente asegura la imposibilidad del conocimiento, contenida en la observación de Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. El escepticismo pirrónico parte de ese punto, pero añade, efectivamente: “y ni siquiera de eso estoy seguro”. Habiendo establecido su principio filosófico fundamental, lo convierte en un círculo y a continuación se lo zampa, dejando sólo una nubecilla de absurdo.
Los pirronianos, por tanto, tratan todos los problemas que la vida les puede arrojar mediante una sola palabra que actúa como resumen para esta maniobra: en griego, epoché. Que significa “suspendo el juicio”. O, en una traducción diferente al francés del propio Montaigne, “je soutiens”: “me contengo”. Esta frase conquista a todos los enemigos; los deshace, de modo que se desintegran en átomos ante tus propios ojos.
Suena tan consolador como la idea estoica o epicúrea de “indiferencia”, pero, como las demás ideas helenísticas, funciona, y eso es lo que cuenta. La epoché actúa casi como uno de esos intrigantes koans del budismo zen, breves y enigmáticas ideas o preguntas sin respuesta como: “¿Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?”. Al principio, esas afirmaciones no causan más que perplejidad. Más tarde, abren el camino a una sabiduría completa. Este parecido familiar entre el pirronismo y el zen quizá no sea accidental: Pirrón viajó a Persia y a la India con Alejandro Magno, y se sumergió en la filosofía oriental… no en el budismo zen, que todavía no existía, pero sí algunos de sus precursores.
El truco de la epoché te hace reír y sentirte mejor porque te libera de la necesidad de encontrar una respuesta definitiva para cualquier cosa.
Fuente: Cómo vivir. Una vida con Montaigne. Sarah Bakewell. Editorial Planeta. Barcelona. 2011.