La conciencia intelectual de Stuart Mill se encontraba atormentada por tres problemas...

La conciencia intelectual de Stuart Mill se encontraba atormentada por tres problemas. El primero, al que dedicaremos poca atención, surge del conflicto entre la teoría moral y las necesidades físicas. En primer término, él creyó que debería existir una distinción entre los goces o placeres superiores e inferiores, puesto que una suma de baja felicidad, por extensa que fuera, no podía bastar a ningún alma sensible. Bentham había declarado que los alfileres imperdibles resultaban de tanta utilidad como la poesía, que todo era cuestión de necesidad. Stuart Mill refutó esa teoría con el aforismo: “Es mejor ser un Sócrates descontento, que un tonto satisfecho” y con esta sola sentencia echó abajo toda la estructura de la ética utilitarista. Porque una vez que se establezca la distinción respecto a la calidad de los goces, no pueden ser objeto de la misma operación matemática, ya que no pueden sumarse objetos distintos y la fórmula de “la mayor felicidad para el mayor número”, de Bentham, se convirtió en una frase vacía. Del naufragio –porque Stuart Mill se aferraba desesperadamente al cálculo de los placeres- surgió su pasión por el enjuiciamiento desinteresado de los problemas sociales y por el sentimiento de obligación social, sin lo cual preveía que el capitalismo estaba destinado a encender la guerra de clases. El utilitarismo había ridiculizado precisamente estas dos ideas: la posibilidad de una acción completamente altruista y que existiese el sentido de la comunidad en la sociedad moderna, predicando que un egoísmo clarísimo remplazaría la anticuada sentimentalidad. ¡Y ahora el último miembro de la escuela trataba de sostener que la ética del Nuevo Testamento precisamente había proclamado el principio de la Utilidad! Aun cuando James Mill poseía indudablemente virtudes, no eran las mismas que las del Nazareno y ni siquiera su hijo podía reconciliar con éxito el racionalismo feroz del Ensayo sobre el gobierno con el Sermón de la Montaña. El esfuerzo para lograrlo fue el último espasmo de un credo moribundo.

Como resultado de esta tentativa para suavizar las asperezas de las enseñanzas de su padre, Stuart Mill comenzó a darse cuenta que la doctrina utilitarista no admitía la libertad real. El laissez-faire y sus consecuencias industriales habían entregado el futuro del país a la industriosa y devota clase media; pero la teoría de que el sufragio universal produciría una Casa de los Comunes lista para servir a los intereses de la comunidad, había animado a las clases trabajadoras a solicitar el derecho de voto y el filósofo se encontró navegando entre el Scylla de un capitalismo egoísta y el Carybdis del gobierno del populacho. Para mantener el primero era necesario sacrificar a los trabajadores a los nuevos intereses sin entrañas; para libertar a aquéllos, se hacía necesaria la destrucción de la dirección desinteresada de la cosa pública y de la legislación imparcial. Stuart Mill, con su característica timidez comenzó a concebir la idea de que posiblemente el buen gobierno podía lograrse con la simple fórmula de sustituir el choque de intereses por la dirección de una élite bien inspirada. Si existían placeres altos y bajos, existirían también distinciones de cualidad entre los individuos, y el futuro del país dependería de las facilidades ofrecidas a los bien dotados para desarrollar su talento en servicio de sus congéneres.

 

Fuente: Biografía del Estado Moderno. R.H.S.Crossman. Fondo de Cultura Económica. México. 1941.

 

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