La conversación natural, como el arado, debería descubrir una enorme superficie de la vida...
La conversación natural, como el arado, debería descubrir una enorme superficie de la vida, más que excavar minas en los estratos geológicos. Masas de experiencias, anécdotas, incidentes, revisiones, citas, ejemplos históricos, todos los restos flotantes de dos mentes forzadas a adentrarse más y más en la materia que les ocupa desde todos los puntos de la brújula y desde todos los niveles de la elevación y la humillación mental..., he aquí el material con el que se fortalece la conversación, el alimento que permite crecer a los conversadores. El razonamiento, si ha de resultar adecuado para el ejercicio, debe ser de todos modos breve y cautivador. La conversación debe avanzar mediante ejemplos; mediante los pertinentes, no los expositivos. Debe mantenerse próxima a las líneas de la humanidad, cerca del seno y los quehaceres de los hombres, a la altura en la que la historia, la ficción y la experiencia convergen y se iluminan entre sí. Yo soy Yo, Tú eres Tú, con todo mi corazón; pero observad que estas escuetas propuestas cambian y adquieren más luz cuando, en lugar de palabras, los auténticos tú y yo nos sentamos uno junto al otro, con el espíritu alojado en el cuerpo vivo, y la ropa misma hablando para corroborar la historia que hay en el rostro. No menos sorprendente es el cambio cuando dejamos de hablar de generalidades -el malo, el bueno, el avaro y todos los caracteres de Teofrasto- y evocamos a otros hombres, mediante anécdotas o ejemplos, con todas sus peculiaridades y rasgos; o, explotando lo que de todos es sabido, nos lanzamos uno al otro nombres famosos, todavía resplandecientes con los colores de la vida. La comunicación ya no es con palabras, sino con la mención de grandes cantidades de ejemplos de biografías enteras, epopeyas, sistemas filosóficos y épocas de la historia, en grandes cantidades. Lo que se comprende supera a lo que se dice tanto en cantidad como en calidad; las ideas así concebidas y personificadas cambian de manos, podemos decir, como las monedas, y los que hablan dejan entrever sin esfuerzo los más oscuros e intrincados pensamientos. Los desconocidos que comparten un buen número de lecturas comunes quieren, por esa razón, llegar lo antes posible a la batalla de la auténtica charla. Si conocen a Otelo y a Napoleón, a Consuelo y a Clarissa Harlowe, a Vautrin y a Steenie Steenson, pueden abandonar las generalidades y empezar inmediatamente a hablar con datos.
Fuente: Recuerdos y semblanzas. Robert Louis Stevenson. Editorial Siete Mares. Madrid. 2006.
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