La erudición (o al menos cierta forma social de ella) lejos de acercar a la lucidez tapona el camino de acceso...

La erudición (o al menos cierta forma social de ella) lejos de acercar a la lucidez tapona el camino de acceso. Mas la figura vacua del erudito es quizás menos lastimera que la de un segundo personaje que parece, sin embargo, haberse acercado mayormente al acto creador. Nos referimos al artista absurdamente calificado de “comprometido”, ya que precisamente su “trabajo” constituye el paradigma de un “arte” en el que nada se expone, nada se trasciende y nada es fertilizado.

De hecho (como indica también M. Proust), sólo porque participa de los prejuicios que respecto al pueblo poseen las clases “superiores” y eruditas (sólo porque desvaloriza lo esencial de la condición humana frente a lo que es fruto de información contingente), el artista sacrifica las exigencias de la forma a fin, se dice a sí mismo, de ser mejor comprendido.

El artista ha de servir ciertamente a la sociedad, pero tan sólo puede hacerlo mediante implacable fidelidad a las exigencias del arte. Pues del verdadero fruto se alimenta la comunidad aun sin saberlo. Aquel que proclama el carácter ético de sus motivaciones creadoras es comparable al fariseo que loa su propia sinceridad. Como indica (admirable también en esto) el autor de la Recherche , al igual que la auténtica buena acción, el verdadero arte es ético sin proclamarlo “forjándose en el silencio”.

No hay referencia ética o estética sagradas a las cuales el trabajo real del artista deba amoldarse. La matriz de toda ética es el esfuerzo, la lucha por trascender la alineación esencial que el ego (forjado siempre en el abandono a lo imaginario) constituye. Sólo a partir de tal esfuerzo, y como por añadidura, cabe referirse a la unidad trascendental que belleza, bondad y verdad constituyen.

El artista que hace explícita su ética tiene, de hecho, correlato en el receptor que exterioriza su receptividad. Hemos visto que, al igual que la heroína proustiana, también nosotros amenizamos nuestro croissant matinal con el estremecimiento “solidario” ante la noticia del descalabro africano. Y también coincidimos con ella en la facilidad con la cual el propio yo es objeto de común ternura, de índole estética primordialmente, así al sentirse “traspasados” por algún convencional (no quizás en el origen, pero sí en lo estable de su significación social) juego melódico o cromático.

 

Fuente: Los ojos del murciélago. Víctor Gómez Pin. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2000.

 

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