La Francia del siglo XXI no se caracteriza precisamente por su religiosidad. Hay cientos de días consagrados a los santos...

La Francia del siglo XXI no se caracteriza precisamente por su religiosidad. Hay cientos de días consagrados a los santos, como consta en el calendario oficial de la oficina de Correos. Hay santos patrones que velan por cada cosa: por los pueblos, por las verduras, por los granjeros y por los carpinteros (aunque he buscado en vano el patrón de los escritores). Existe el saint du jour , cuyo nombre se enuncia en una esquina del diario, junto al pronóstico del tiempo, bajo la ilustración de un ángel que toca una trompeta. Hay catedrales, abadías y conventos formidables. Hay iglesias de todos los tamaños y edades. Hay también capillas privadas, en latifundios que han dormido durante siglos tras altos muros de piedra. Por doquier hay lugares de adoración. Pero la mayoría de ellos permanecen vacíos la mayor parte del tiempo. Sólo unos cuantos franceses (un diez por ciento según una estimación reciente) va a misa con regularidad.
-Lo que sucede -me dijo monsieur Farigoule, maestro de escuela jubilado que suele disertar sobre la decadencia del mundo desde su podio en el bar del pueblo– es que la religión de los franceses es la comida. Y el vino, por supuesto. –Dio un golpecito a su copa vacía para indicar que aceptaría una segunda- . Adoramos el estómago, y nuestros sacerdotes son los chefs. Preferimos sentarnos a comer que arrodillarnos a rezar. Me duele decir estas cosas sobre mis compatriotas, pero el sentimiento patriótico no puede esconder la verdad.

 

Fuente: Lecciones de la buena vida. Peter Mayle. El Aleph Editores. Barcelona. 2002.

 

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