La idea de la democracia participativa tiene hondas raíces en la filosofía política norteamericana...

La idea de la democracia participativa tiene hondas raíces en la filosofía política norteamericana. Cuando nuestro experimento democrático se hallaba aún en su infancia, Thomas Jefferson propuso enmendar la Constitución para facilitar una democracia de base. En una carta escrita en 1816 sugirió “dividir los condados en distritos electorales de un tamaño tal que permita a todos los ciudadanos asistir y actuar en persona cuando sean convocados”. Los gobiernos de distrito se encargarían de todo, desde la gestión de las escuelas hasta la atención a los pobres, la actuación de la policía y del ejército y el mantenimiento de las vías públicas. Jefferson creía que “hacer de cada ciudadano un miembro activo del gobierno en los puestos que les resultaran más próximos e interesantes los vincularía con más fuerte sentimiento a la independencia de su país y a su Constitución republicana”.

Al visitar las tierras norteamericanas una década después, Alexis de Tocqueville hizo una observación similar al afirmar que aunque no existieran los gobiernos de distrito jeffersonianos, la actividad cívica local de los norteamericanos era un instrumento al servicio de su comunidad democrática nacional. Tocqueville observaba:

Es difícil sacar a un hombre de su círculo para interesarlo por el destino del Estado, pues carece de una comprensión clara de la influencia que ese destino puede tener sobre su suerte personal. Pero ante la propuesta de que una carretera cruce los límites de su territorio estatal, constatará de un vistazo la existencia de una vinculación entre el pequeño asunto público y sus máximos intereses privados, y descubrirá sin que nadie se lo muestre el estrecho lazo que une el interés particular con el general.

El filósofo político británico John Stuart Mill elogió los efectos de la democracia participativa sobre el carácter. Si el ciudadano no participa en la vida pública, escribía Mill, “nunca pensará en intereses colectivos o en objetivos que alcanzar junto con otros, sino sólo en competir con ellos, y en cierta medida a sus expensas [...] Por tanto, un vecino que no sea aliado o asociado será sólo un rival, pues nunca estará comprometido en ninguna empresa común para la obtención de un provecho conjunto”. En cambio, al ciudadano comprometido “se le invita a [...] sopesar intereses que no son suyos; a guiarse, en caso de derechos en conflicto, por una regla que no es la de su propia parcialidad [...] Se ve obligado a sentirse un miembro de la población y a pensar que lo que redunda en beneficio de ésta redunda también en el suyo”.

El eminente filósofo progresista John Dewey tuvo que lidiar con un enigma que sigue siendo actual hoy en día: cómo reconciliar la sociedad moderna, extensa y tecnológicamente avanzada, con las exigencias de la democracia. “La fraternidad, la libertad y la igualdad aisladas de la vida comunal son abstracciones inútiles [...] La democracia debe comenzar en casa, y esa casa es la comunidad de los vecinos.””Sólo en las asociaciones locales y de relación personal -añade Robert Westbrook, biógrafo de Dewey- pueden los miembros de un público dialogar con sus compañeros, y esos diálogos son cruciales para la formación y organización del público.”

 

Fuente: Sólo en la bolera. Robert D.Putnam. Nueva Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2002.

 

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