La noche seguía rápidamente al día. Por entonces, en la Tierra un día duraba sólo cinco o seis horas...

La noche seguía rápidamente al día. Por entonces, en la Tierra un día duraba sólo cinco o seis horas. El planeta giraba a toda pastilla sobre su eje. La Luna colgaba suspendida en el cielo, pesada y amenazadora, mucho más cerca, y por tanto parecía mucho mayor que en la actualidad. Las estrellas no brillaban casi nunca, pues la atmósfera estaba llena de niebla espesa y polvo, si bien espectaculares estrellas fugaces se deslizaban a menudo por el cielo nocturno. El Sol, cuando era posible llegar a verlo a través de la monótona niebla roja, era acuoso y débil, sin el vigor de su apogeo. Los seres humanos no podrían sobrevivir en un lugar así. Nuestros ojos no se saldrían de sus órbitas ni estallarían, como quizá pudiera pasar en Marte; pero nuestros pulmones no encontrarían oxígeno. Lucharíamos durante un minuto desesperado y nos asfixiaríamos.

La Tierra tenía un nombre inadecuado. Habría sido mejor “mar”. Incluso hoy los mares cubren las dos terceras partes del planeta, dominando las imágenes desde el espacio. Antes, la Tierra era agua prácticamente en su totalidad, salvo por unas cuantas islas volcánicas que asomaban a través de las turbulentas olas. Sometidas a esa Luna amenazadora, las mareas eran colosales, acaso de centenares de metros. Los impactos de asteroides y cometas eran menos frecuentes que antes, cuando algunos desprendieron pedazos de la Tierra que formaron la Luna. Sin embargo, aun en este período de relativa calma, normalmente los mares hervían y se agitaban. También borbotaban abajo. La corteza estaba llena de grietas, magma brotado del interior y solidificado, y los volcanes mantenían una presencia constante del subsuelo. Era un mundo desequilibrado, un mundo de actividad agitada, el bebé febril de un planeta.

Era un mundo en el que surgió la vida hace 3.800 millones de años, quizás animada por algo de la agitación del propio planeta. Lo sabemos porque unas cuantas partículas de esa época pasada han sobrevivido a los agitados eones hasta el día de hoy. Dentro de ellas están atrapadas las más diminutas motas de carbono que llevan en su composición atómica la huella casi inconfundible de la propia vida. Si esto parece un pretexto endeble para una afirmación contundente, quizá lo sea; entre los expertos no existe un consenso absoluto. Pero quitemos unas cuantas capas más en la cebolla del tiempo y, hace unos 3.400 millones de años, vemos que las señales de vida son inequívocas. Entonces el mundo bullía de bacterias, que dejaron su marca no sólo en firmas de carbono sino también en microfósiles de muchas formas diferentes así como en esas catedrales abovedadas de la vida bacteriana, los estromatolitos de un metro de altura. Las bacterias dominaron el planeta durante otros 2.500 millones de años, antes de que en los registros fósiles aparecieran los primeros organismos verdaderamente complejos. Según algunos, todavía dominan, pues el relumbrón de las plantas y los animales no puede competir con las bacterias en lo referente a la biomasa.

 

Fuente: Los 10 grandes inventos de la evolución. Nick Lane. Editorial Ariel. Barcelona. 2009.

 

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