La práctica siempre está subvalorada y poco analizada, cuando en realidad, para comprenderla, es preciso poner en juego mucha competencia técnica, mucha más, paradójicamente, que para comprender una teoría. Es preciso evitar la reducción de las prácticas a la idea que nos hacemos de ellas cuando no se tiene más experiencia que la lógica. Ahora bien, los científicos no saben necesariamente, faltos de una teoría adecuada de la práctica, utilizar para las descripciones de sus prácticas la teoría que les permitiría adquirir y transmitir un conocimiento auténtico de sus prácticas.
La relación que establecen algunos analistas entre la práctica artística y la práctica científica no carece de fundamento, pero dentro de ciertos límites. El campo científico es, al igual que otros campos, el lugar de prácticas lógicas, pero con la diferencia de que el habitus científico es una teoría realizada e incorporada. Una práctica científica tiene todas las propiedades reconocidas a las prácticas más típicamente prácticas, como las prácticas deportivas o artísticas. Pero eso no impide, sin duda, que sea también la forma suprema de la inteligencia teórica: es, parodiando el lenguaje de Hegel al hablar de la moral, “una consciencia teórica realizada”, es decir, incorporada, en estado práctico. Ingresar en un laboratorio es algo muy parecido a ingresar en un taller de pintura, pues da lugar al aprendizaje de toda una serie de esquemas y de técnicas. Pero la especificidad del “oficio” de científico procede del hecho de que ese aprendizaje es la adquisición de unas estructuras teóricas extremadamente complejas, capaces, por otra parte, de ser formalizadas y formuladas, de manera matemática, especialmente, y que pueden adquirirse de forma acelerada gracias a la formalización. La dificultad de la iniciación en cualquier práctica científica (física cuántica o sociología) procede de que hay que realizar un doble esfuerzo para dominar el saber teóricamente, pero de tal manera que dicho saber pase realmente a las prácticas, en forma de “oficio”, de habilidad manual, de “ojo clínico”, etcétera, y no se quede en el estado de metadiscurso a propósito de las prácticas. El “arte” del científico está separado, en efecto, del “arte” del artista por dos diferencias fundamentales: por un lado, la importancia del saber formalizado que se domina en su estado práctico, gracias, especialmente, a la formación y a las formulaciones, y, por otro, el papel de los instrumentos que, como decía Bachelard, pertenecen al saber formalizado y cosificado. En otras palabras, un matemático de veinte años puede tener veinte siglos de matemáticas en su mente en parte porque la formalización permite adquirir en forma de automatismos lógicos, convertidos en automatismos prácticos, unos productos acumulados de invenciones no automáticas.
Fuente: El oficio de científico. Pierre Bourdieu. Editorial Anagrama. Barcelona.2003.