La profesión económica se divide entre los racionalistas, que responden a la tradición de Milton Friedman, y los liberales, que responden a la tradición de Keynes...

La profesión económica se divide entre los racionalistas, que responden a la tradición de Milton Friedman, y los liberales, que responden a la tradición de Keynes, y el tema de la racionalidad estricta es motivo de permanente y enconada batalla. El hecho de que quienes no son economistas consideren manifiestamente ridículo el supuesto general de la racionalidad no surte ningún efecto en los economistas. Lo que sí ha surtido efecto es el trabajo de dos economistas-psicólogos israelíes, Daniel Kahneman y Amos Tversky, quienes han producido todo un corpus de trabajo que estudia “la propensión de individuos inteligentes, cultos y perceptivos a abrazar intuiciones erróneas”, en palabras tomadas de la fascinante autobiografía escrita por Kahneman con ocasión de la recepción del Premio Nobel de Economía en 2002.

Tengo algo que confesar acerca de Kahneman y Tversky. No sabía nada de ellos hasta que Kahneman ganó el Nobel, y la primera vez que leí algo acerca de su obra, me pareció que se trataba de cosas que sólo sorprenderían a los economistas. Uno de sus temas de interés era el “sesgo retrospectivo”, que es la atribución de estructura y secuencia narrativa a una serie de hechos al azar, por la falsa perspectiva de la mirada retrospectiva a partir de su resultado. Otro era el de la “aversión a la pérdida”, que consiste en dar más valor a no perder dinero que a ganarlo, y otro el de la “ley de los números pequeños”, que se refiere a la tendencia a extraer conclusiones con excesiva seguridad a partir de escasas evidencias. Su interés particular era la “heurística”, o sea, los modelos de pensamiento que se utilizan para interpretar datos, y la sólida conclusión a la que llegan es que a menudo la heurística de la gente es errónea, que somos mucho menos rigurosos y racionales de lo que creemos. Mi reacción inicial fue pensar que esto es algo que de alguna manera todo el mundo sabe, excepto los economistas.

Más adelante conocí su obra de primera mano y no tardé en advertir que no la había entendido bien. Kahneman y Tversky abordan directamente la marca distintiva de la economía académica contemporánea. Los supuestos de racionalidad impregnan la economía moderna y constituyen una de las razones por las que la utilidad práctica de este campo se ha visto reducida tan drásticamente. En lugar de ocuparse de lo que ocurre realmente en la práctica -cosa que se deja para un subcampo perteneciente a la microeconomía, que, en términos generales, es el estudio del comportamiento y las decisiones de la gente-, la economía se preocupa cada vez más por desarrollar fórmulas pseudomatemáticas. Estas fórmulas proporcionan modelos de comportamiento que nunca corresponden del todo a lo que sucede realmente, de modo que se asemeja a una inversión de las ciencias físicas: en lugar de ecuaciones que describen la realidad, la economía produce ecuaciones que describen condiciones ideales y una claridad teórica de tal tipo que nunca se da en la práctica. Para muchas disciplinas, la envidia de las ciencias físicas, de un mundo en el que f=ma significa exactamente lo que dice, tiene graves consecuencias, y la economía académica es un caso particularmente grave de esa envidia. Los supuestos de conductas modeladas racionalmente son una parte importante de este giro erróneo en el campo de la economía, razón por la cual es tan importante el trabajo de Kahneman y Tversky: efectivamente, estos autores demuestran –no afirman, demuestran- que hay en nuestro pensamiento, en nuestra heurística, errores consustanciales a su naturaleza. Esto, desde el punto de vista del saber heredado de los economistas, es revolucionario. El impacto de su obra sobre la economía ha sido enorme y seguirá aumentando (y además es de lectura agradable, lo que no se puede decir con frecuencia de la economía académica).

 

Fuente: ¡Huy!. John Lanchester. Editorial Anagrama. Barcelona. 2010.

 

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