La teoría económica no se limita a mantener que las decisiones de los individuos respecto al consumo son sacrosantas...
La teoría económica no se limita a mantener que las decisiones de los individuos respecto al consumo son sacrosantas, defendiendo las ventajas de la elección misma, sino que va más allá. Sostiene que una ampliación de la gama de elecciones al alcance de los consumidores mejora de por sí el bienestar, pues permite a cada consumidor adaptar más exactamente su gasto en consumo a sus necesidades. Un problema que se plantea de inmediato es que esa idea incluye tan sólo un tipo de elección: la que tiene como objeto los distintos productos ofrecidos a la venta, y excluye la posibilidad de que los consumidores puedan preferir reducir las oportunidades que se le ofrecen -debido, por ejemplo, a que les resulta demasiado complicado escoger entre un surtido demasiado grande, o por alguna objeción moral ante alguna de las elecciones disponibles-. También excluye que algunos consumidores prefieran vivir en una sociedad libre del enorme cúmulo de productos mínimamente diferenciados, de una publicidad omnipresente y de los empeños incesantes por persuadirles de que sus decisiones de consumo pueden darles la felicidad.
Sin embargo, el fallo más importante de sus planteamientos consiste en suponer que los consumidores llegan al mercado con sus necesidades ya determinadas, y que el único problema reside en saber cómo satisfacerlas mejor con la gama de bienes y servicios disponibles. Resulta ilógico definir el mercado como un mecanismo de satisfacción de las necesidades, cuando estamos expuestos a diario a los esfuerzos del propio mercado para influir sobre nuestras necesidades. Las preferencias de los consumidores no se generan “fuera del sistema” sino que son creadas y reforzadas por él, y, por tanto, la
soberanía del consumidor es un mito. El dilema planteado no es entre la elección personal del consumidor y la ingeniería social elitista, sino entre la manipulación del comportamiento del consumidor por las empresas y los individuos que viven en sociedad y comprenden cuál es su auténtico interés. Para la mayoría de la gente se trata de una obviedad, pero, según veremos, sus repercusiones son de gran alcance. El problema va mucho más allá de la función de los publicistas en la formación de las preferencias y conducta compradora de los consumidores: debemos tener en cuenta el medio social y psicológico de la sociedad de consumo, que enseña a la gente cómo debe pensar sobre sí misma y sobre sus objetivos. La influencia de la sociedad del
marketing socava, en realidad, los cimientos del liberalismo filosófico, pues esa sociedad ya no está poblada por agentes libres que maximizan racionalmente su bienestar mediante sus decisiones de consumo, sino por unos seres complejos cuyos gustos, prioridades y sistemas de valores están manipulados en gran parte por el propio “mercado” que, supuestamente, se halla a su servicio.
Fuente: El fetiche del crecimiento. Clive Hamilton. Editorial Laetoli. Pamplona. 2006.
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