La Viena de los años de formación para Popper y Wittgenstein fue la Viena que sirvió de caldo de cultivo para Hitler y el Holocausto...
La Viena de los años de formación para Popper y Wittgenstein fue la Viena que sirvió de caldo de cultivo para Hitler y el Holocausto, la ciudad que Karl Kraus contempló en una pesadilla como “un terreno de pruebas para la destrucción del mundo” y que el novelista Herman Kesten describió como “una especie de salvaje oeste de un cuento de hadas que se hubiera desvanecido”; era una ciudad de “deslumbrante creatividad en una cultura sin embargo en declive”. Aquella deslumbrante creatividad era el futuro intelectual y cultural: lo nuevo luchando por escapar de la asfixia de lo viejo.
Los orígenes de esa revolución se hallan en la convulsión provocada por la rápida industrialización que tuvo lugar en el siglo XIX, una revolución en la que Karl Wittgenstein desempeñó un papel destacado. Al filo del nuevo siglo comenzó a manifestarse una nueva perspectiva cultural que rechazaba las certezas de la Ilustración, y el gusto por lo ornamental y la obediencia a la tradición que abrumaban a la sociedad imperial, recortando sus horizontes y paralizando todo asomo de innovación. En su lugar surgió una exigencia por la experimentación, por que la función dictara las formas, por la franqueza y la claridad en la expresión.
A los pies de los muros del Hofburg, el Palacio Imperial, pero muy alejada en espíritu del formalismo que dominaba en él y del peso de su tradición, esta era la ciudad de Ernst Mach y la teoría del ser fluctuante e incierto; de Freud y el poder del inconsciente; de Schönberg y el abandono de la tonalidad convencional a favor de la dodecafonía. Allí convivieron en un mismo período la literatura de Arthur Schnitzler, en la que dominaba el monólogo interior y el impulso sexual aparecía como principal motor de las relaciones humanas; la arquitectura de Adolf Loos, desprovista de la ornamentación por el afán de ornamentación; la obra de Otto Weininger, el judío que se odiaba a sí mismo, cuyo libro
Sexo y carácter Wittgenstein había leído y admirado de joven; y los ataques de Karl Kraus contra las formas lingüísticas –clichés, metáforas- que disfrazaban la realidad en la política y la cultura. La exigencia planteada por Kraus de que el lenguaje de la vida pública se viera libre de toda falsedad cultural es paralela a las preocupaciones lingüísticas de Wittgenstein.
Era también una ciudad en la que los intelectuales de origen judío tenían un papel dominante, integrándose activamente en su naturaleza cosmopolita. Seis de las ocho figuras de primera fila citadas en el párrafo anterior eran de origen judío; Schönberg se había convertido al protestantismo, pero volvió a la fe judía en un acto de desafío contra Hitler. Y en 1929, cuando el Círculo de Viena fue presentado oficialmente, ocho de sus catorce integrantes eran judíos; en cuanto al resto, de algunos como Viktor Kraft existía la creencia común de que también lo eran. Kraft ejemplifica de manera perfecta el consejo que daba Leon Hirschfeld a los viajeros: “Durante su estancia en Viena procure no ser demasiado interesante u original, pues de otro modo puede ser que a sus espaldas se diga de repente que es usted judío”.
Retrospectivamente, muchos intelectuales judíos veían el Imperio de los Habsburgo como una edad de oro en la que la tolerancia oficial existente en el imperio y la rica diversidad de nacionalidades y culturas que se daban en él produjeron una ambigüedad constitucional en el seno de la cual los judíos, ya se tratara de tradicionalistas de Galitzia o vieneses integrados, podían sentirse en su casa. Esta situación dio lugar incluso al paradójico argumento de que el Imperio había sido la forma más progresiva posible de gobierno, al proporcionar un marco seguro para que funcionara un sistema administrativo que se mostraba liberal con un carnaval de voces cuya coexistencia resultaba mutuamente enriquecedora.
Fuente: El atizador de Wittgenstein. David J.Edmonds y John A.Eidinow. Ediciones Península.Barcelona.2001.
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